sábado, 20 de octubre de 2012

Crónica de un suspenso anunciado

    19 de septiembre de 2012. Ocho de la mañana. La semana no ha empezado precisamente bien. Por una serie de determinados asuntos que no vienen al caso, concentrados de manera casual y aproximadamente en el mismo espacio-tiempo, los últimos cuatro días han sido especialmente malos entre pitos y flautas (no sabría especificar exactamente el porcentaje de pitos y de flautas).
      Y llueve a ríos, porque no hay olas. El caudal es amplio, apenas asimilado por las alcantarillas. Ahí abajo, las ratas están llenando botellas y palanganas para regar con agua limpia de lluvia sus plantitas infectas y hacer sus asquerosos y pútridos calditos de arañas, grillos y guano. Y darse un baño.
         Ocho valientes se enfrentan bajo estas circunstancias adversas a lo que para algunos es su primer examen de conducción, otros prefieren no decir el número de intentos. Para mi es el tercero, y a la tercera va la vencida. Aparte de otras circunstancias, he dormido poco y para poder hacer el examen estoy perdiendo seis horas de un curso muy interesante de animación en 3d que estoy realizando a varios kilómetros de allí y cuya asistencia es obligatoria. Y mis zapatos de la suerte están chorreando, y el lamentable paraguas está inexplicablemente oxidado. Reparto de horarios y yo soy el último en hacerlo. Los demás tienen menos experiencia y es probable que suspendan enseguida. Perfecto, sólo tendré que esperar tres horas más bajo la lluvia. Los nervios habrá que guardarlos hasta entonces.
         Uno tras otro los alumnos y alumnas van terminando y suspendiendo. Se saltan stops, van en contradirección, sobrepasan alegremente semáforos en rojo o no activan el limpiaparabrisas. Simple y llanamente, todos están teniendo un día de mierda. Esta entente cordial entre examinadora y climatología, unidos lamentablemente en temible mezcolanza, van a estropear el ya de por sí maltrecho porcentaje de aprobados de la autoescuela. 
         Mi compañero de examen recibe una llamada de la profesora, otro de la secretaria de la autoescuela, gestionando negligentemente el papeleo a muchas paradas de metro de distancia. Que al parecer hay un problema con la documentación y que se han liado, dice. Confiamos en que no sea nada malo, pero el otro hombre, argentino o chileno -no he distinguido el acento-, está preocupado. Al parecer ha habido algún problema con un N.I.E. "Puede que haya hecho mal los papeles, pero mi pasaporte y mi permiso y tal están en regla, no sé que puede haber pasado", dice el hombre, "esto se está haciendo muy largo, y mi mujer ha pedido un permiso en el trabajo para encargarse de los niños", añade y llama repetidas veces sin éxito a la autoescuela. Yo le digo que no pasa nada, que siempre tienen contratiempos y que a mi me han hecho la puñeta ya un montón de veces. Y esperamos, bajo la lluvia, otra media hora.
       Por fin llega el coche. El hombre va a preguntar, y la profesora se asoma y dice. "No, tú no, tú, Manuel". Y me explica que se han liado, que han mezclado mi D.N.I. con el N.I.E. de mi compañero,  que los datos están cruzados y que mi nombre no aparece en la tarjeta del examen. Y que no lo puedo hacer. En fin, que me está diciendo "somos unos inútiles y te hemos hecho perder toda la mañana para nada". Así que nada, me voy a casa después de lo que parece un gag sin gracia.
      Pero bueno, al menos hay una cosa positiva: esta vez no he suspendido yo el examen. Se ha suspendido a si mismo.



martes, 4 de septiembre de 2012

La vuelta aburriclista




El Tour de Francia, el Giro de Italia, la Vuelta Ciclista a España. En qué mente infantil o abuelil la retransmisión completa de estos eventos puede ser algo interesante para ver por televisión. Varios días veraniegos donde unos tipos al borde del infarto pedalean sin descanso y que de vez en cuando echan una meadita a la cuneta sin apearse de su medio de transporte o se tiran un gatorade por encima de la cabeza. Unos señores que se pasan varias horas dando todo lo que pueden de sí mismos -hay que reconocerles el mérito, eso no lo pongo en duda- subiendo por una montaña de desorbitante desnivel y que al final hacen un sprint endiablado en el cual unos cuantos acaban por los suelos. Unos tíos que casi no pueden andar cuando terminan la carrera, que son capaces de vestir con dignidad una cosa tan embutida en la que además tienen que soportar ridículos nombres de equipo como por ejemplo "rabo bank". Pues en mi mente de cuando era pequeño, aunque no tanto, parece ser que era algo entretenido. Tanto que incluso dediqué un dibujo en una de mis libretitas infantiles a la gesta de Miguel Induráin: ganar cinco veces consecutivas el tal Tour. Me acuerdo y pienso de mí mismo como si fuese otra persona. Fíjate que chaval más pringadete e ingenuo, que ya es todo un adolescente y en lugar de estar por ahí haciendo maldades está mirando la etapa del día y pintando dibujitos de deportistas en una libreta. Casi hasta me cae bien, ese chaval.

Induráin 5º Tour consecutivo (dibujito del 25 de julio de 1995)

Ahora ya sólo pensar en la vuelta ciclista o cualquier evento similar me produce bostezos descontrolados. Una etapa finalizó al lado de casa hace unos días y no me importó lo más mínimo, cuando hace veinte años hubiese bajado a verlo y hubiese saludado a los helicópteros en los que ahora ni repararía. Y eso que ahora -desde hace poquísimo- ya sé conducir una bicicleta. Cuanta insensibilidad. Bueno, eso y que con tantos asuntos de dopaje, el enturbecimiento generalizado del deporte de élite y el de éste en particular en los últimos tiempos... Y que ahora tenga más cosas que hacer que mirar una etapa completa en la primera o segunda cadena de televisión (y únicas hace veinte años), pues eso, que no apetece verlo. Y a quien le apetezca tragarse cuatro o cinco horas de unos tipos pedaleando, o yendo en un coche de formula uno o en una moto de moto gp, les felicito por su paciencia. Yo a lo sumo sólo aguanto unos cuantos partidos de fútbol, un poco de atletismo cada cuatro años y algún partido de basquet. Aunque a veces me gustaría que hubiese más adolescentes así de ingenuos e infantiles, en general que hubiese buenos chavales, capaces de pintar a Indurain, Virenque y Jalabert recogiendo en los Campos Elíseos de París sus trofeos a la montaña, a la regularidad o lo que sea. Y luego comerse un "mi merienda", ir al parque sin fumar ni beber ni escuchar música espantosa y dormirse prontito.



viernes, 24 de agosto de 2012

Maquetas a escala 1:1

Supongo que mucha gente aprovechará el verano para viajar. Con la que está cayendo -expresión que cansa muchísimo después de que todas las personas, animales y cosas no paren de repetirla en televisiones, publicidad, bares, transportes públicos, cines, estancos y quioscos- algunos afortunados lo podrán llamar vacaciones. Los más afortunados "vacaciones pagadas". E incluso algunos pueden llamarlo "regalo". Como ya he expresado en otra entrada, yo este año lo llamo simple y llanamente "viaje".  
Es muy probable que de toda esa gente que hace viajes o vacaciones, algunos se suban a bordo de una descomunal mochila de treinta kilos a la cual le acompaña un avión o tren que tras dos días de trayecto pueda dejar a uno en su ansiado destino polvoriento y lleno de mosquitos. Otros seres irán a hoteles de playas terroríficas que surgieron de la mente de unos cuantos constructores megalómanos y sin duda desequilibrados. Otros harán turismo cultural, o sexual, o familiar, o residencial. La mayoría hará una mezcla de varias opciones y otros simplemente irán a saludar a la familia. Mi situación actual y espero que coyuntural me ha hecho decantarme por la última. Y como ilógicamente he tenido más tiempo que otras veces (porque he estado menos días) las cosas me han cuadrado bastante bien.
He podido visitar lugares que no veía desde que medía menos de un metro cincuenta, hace más de veinte años, o que al menos no recordaba. Eran los sitios en los que pasaba el verano bastante despreocupado, como todos los niños, que aunque algunos lo disimulen bien en general no se enteran de nada, o al menos no perciben -o percibíamos- la realidad tal como lo hacemos ahora - o hacíamos antes-. Eran un par de sitios de extrema simplicidad y neblinoso recuerdo. Una piscina y un pueblo. Y por supuesto todo era distinto, y uno se siente muy viejo al escucharse a sí mismo decir "esto ya no es lo que era" o "cuando yo era pequeño aquello no estaba así". La verdad es que casi todo era muy parecido, pero desde medio metro más abajo parecía colosal. Aquella cuesta larguísima y extremadamente empinada cubierta de césped por la cual descendías haciendo la croqueta o corriendo a toda pastilla con tus amiguitos diminutos y a causa de lo cual una vez te partiste la mano resultaba ser un leve desnivel. Aquella barandilla altísima desde la que se tropezó aquel niño, cayó de espaldas y pensaste que se había partido la columna vertebral y estaba desde hace tiempo postrado en una silla de ruedas resultó ser de menos de un metro de alta. Y al niño nunca le pasó nada, y ha estado toda la vida perfectamente. Esa plaza de pueblo de dimensiones considerables, con una fuente en el centro, alrededor de la cual manejabas tu simple pero eficiente -y respetuoso con el medio ambiente- coche teledirigido, resultó ser del tamaño de una tienda de ultramarinos. Y la propia tienda de ultramarinos acabó siendo tan pequeña que incluso desapareció. 
Quedan pocas cosas exactamente iguales que como estaban hace veinte años. Y las que permanecen han empequeñecido misteriosamente, pero si sacas un metro compruebas que su tamaño es exactamente el mismo. Eso es porque están hechas a escala. Y son muy verídicas, aunque no acaban del todo de convencerte, hay algo que no cuadra, no sé, son más blandas, o más duras, o más claras o más oscuras. Creo que incluso pesan menos, y están hechas de cartón-piedra o de cartón-pluma o passe-par-tout o de corcho-pan. 
Son maquetas de tamaño real.



sábado, 18 de agosto de 2012

Un septiembre como los de antes

   Hace algunas entradas me quejaba de que es una pena que no estemos teniendo un verano como los de antes (a excepción del calor, la humedad y el sofoco generalizado). Sin noticias sobre dramas sociales, económicos o políticos; sólo calor, vídeos de gente comiendo helados en los telediarios y fotos de fiestas de los pueblos en los periódicos. Si acaso, lo que se repite siempre son los incendios, aunque esto no nos da en absoluto alegría alguna.
   Pero de lo que al menos yo sí que voy a poder disfrutar merecidamente es de un septiembre de los de antaño. Empieza el curso y me siento rejuvenecer. Tengo intención de hacer un posgrado, que espero no sea malgastar el dinero que cuesta. También me matricularé en la escuela oficial de idiomas. Haré la preinscripción  para inglés, por lo cual es muy probable que acabe haciendo chino -y prepararme con antelación para cuando los mayores pobladores del planeta sean también, lógicamente, sus dueños y señores- o alemán -para cuando llegue el momento del éxodo masivo de españoles a Germanolandia, un país con el 7 % de paro-. 
    Dejando de lado cosas negativas y demás dramas sociales, tengo la suerte de haber suspendido a finales de julio el examen de conducir automóviles, por lo cual todavía no he sido ascendido al cargo de ciudadano de primera categoría. Euros irrecuperables aparte, esto es lo que me hace mayor ilusión. Las pocas canas que tengo se han vuelto automáticamente pelo negro por la impresión causada a mi organismo al conocer éste la noticia del suspenso. El 0,75 de miopía ha desaparecido, por lo cual podré prescindir de gafas cuando vaya al cine salvo para parecer más intelectual de lo que soy. Y esos pelos tan antiestéticos que lenta pero constantemente me están surgiendo a traición de los hombros cual criatura mitológica como el hombre lobo y Roberto Dueñas han caído sin dejar rastro. Un poco más y me saldrá algo de acné. Porque he vuelto a ser un veinteañero. Podré volver a saborear, en su multitud de matices y texturas, uno de los mayores manjares de la adolescencia, del instituto y la universidad, y que ya echaba de menos después de tantos años de ausencia: los exámenes de septiembre.



domingo, 12 de agosto de 2012

Criaturas de la noche

Llevo mucho tiempo viajando. Durante el día duermo, durante la noche cazo o vuelo largas distancias, bien huyendo de algunos lugares peligrosos para los de mi especie, bien buscando objetivos para saciar mi sed. A veces, si no encuentro nada más apropiado, me basta con la sangre de vacas, de conejos, de perros. incluso si no soy muy escrupuloso, cuando el alimento escasea, me tengo que conformar con ratas o ratones. Si no encuentro otra manera de sobrevivir siempre puedo arriesgarme con insectos. Aunque sean los seres más pequeños inexplicablemente me resultan más peligrosos. Siempre en busca de alimento. 
Es una vida solitaria y triste la mayor parte del tiempo. Pero todo cambia cuando llega el calor. Cuando empieza el verano es mi época más voraz. Viajo hasta lugares cálidos, zonas cerca del agua, húmedas, repletas de humanos. Sin duda alguna la sangre de los humanos es el manjar más preciado. En ocasiones arriesgo, arriesgamos demasiado yo y los de mi especie con tal de conseguir una o varias presas humanas. Y en verano es más fácil. Duermen más horas al y pasan más tiempo en lugares apartados. Pernoctan en sitios insólitos. Algunos huyen de las ciudades y buscan lugares naturales, campos, bosques, los pueblos de sus antepasados...  Lugares donde sin duda la mía es la especie dominante. También tienen más vida nocturna. Su piel es más blanda, son más fáciles de abordar; es una época en la que están más despreocupados, menos atentos a lo que les pueda pasar. Y cuando menos se lo esperan ahí aparezco. Sin que apenas puedan evitarlo les clavo mis dientes. Una, dos, tres veces. En ocasiones, varios de ellos sucumben la misma noche. No tengo por qué sentirme culpable; es mi naturaleza, y es mi supervivencia lo que está en juego. A veces me doy tales atracones de sangre que me es difícil huir y estoy a punto de ser cazado. A veces la sed es tan grande, y tan cegadora, que muchos de los de mi especie son aplastados, torturados, machacados. Diezmados. 
Los humanos han elaborado muchas leyendas sobre nosotros a lo largo de los tiempos. Algunas son ciertas, otras no. Dicen que atacamos por la noche, dicen que surgimos del campo, del bosque, de los lagos y las aguas estancadas, explican a sus hijos que el calor nos da fuerzas y que somos difíciles de capturar y matar. Que siempre atacamos cobardemente y a traición, amparados en la oscuridad. Utilizan fórmulas y pócimas diferentes para intentar repelernos, y muy pocas funcionan. Sólo con paciencia y suerte nos consiguen matar; somos difíciles de ver a la luz de la luna. 
Pero aunque los humanos en principio sean más inteligentes, más grandes y más fuertes, nos temen. Nos temen tanto que a nuestro nombre le han añadido el apellido de uno de los seres más violentos y peligrosos que conocen: El tigre. Así nos llaman: el Mosquito Tigre.



martes, 7 de agosto de 2012

The Salamanking Limited

Lamentablemente, las vacaciones de un parado no pueden desarrollarse en lugares tan exóticos como en una película de Wes Anderson. De hecho, el oficio de un parado se caracteriza principalmente porque no tiene vacaciones (se llamarían "trabajo"). A lo sumo, viaja.
Y de vez en cuando hay que ir a las raíces de uno mismo, a ver a la familia, a constatar que mientras unos edificios, bares y negocios desaparecen hacia el inhóspito espacio profundo otros surgen del ignoto fango primigenio.

Se levanta uno por la mañana, hace la maleta, se come los restos que encuentra, se pimpla un culillo de vino blanco sobrante y se va a la estación a la una y media de la tarde.
Actualmente, la única forma relativamente económica por la cual se puede ir a Salamanca desde Barcelona sin tener que comprar dos o tres billetes distintos y hacer tres o cuatro transbordos diferentes es mediante la cuestionada Renfe, en un demencial viaje que cuesta sesenta y cinco euros y tarda nueve horas en llegar a su destino.

Tren de Barcelona a Salamanca
Un incomprensible trayecto, en un horario que convierte el día en completamente prescindible, con giros argumentales ininteligibles e inexplicables cambios de tren en relevantes en mayor o menor medida ciudades. Ida y vuelta, cien euros y veinte horas.
Me ha tocado uno de esos asientos que están alrededor de una especie de mesa desplegable. Cualquiera que mida más de un metro tiene que verse obligado a hacer piececitos con el pasajero de enfrente o en su defecto sentarse como un robot en stand by. Opto por la postura robótica. La luz es cegadora, el aire acondicionado es un desaire y está muy mal acondicionado. 
La intimidad es nula y no me quiero quedar dormido en esta extraña postura sentada; temo que si me relajo demasiado se me caiga la baba o peor aún: que se me quede cara de muerto con la boca abierta, como le acaba de pasar a una señora unos asientos más allá. Unos enormes ojos azules detrás de unas gafas llevan observando todos mis movimientos, por sutiles que sean, desde que he entrado en el vagón. Me sentiría halagado si los ojos no perteneciesen a un señor de unos setenta años, obeso, calvo, aburrido y cotilla. A mis espaldas, y por tanto, para mi fortuna imposible a la vista -pero repelente al oído- salvo por una fugaz mirada de reproche por el rabillo del ojo, una desconsiderada se está cortando las uñas con estrepitosos sonidos y supongo que hay salpicaduras uñiles desperdigándose sin ton ni son. 
La chica que tengo a mi lado parece simpática y sospecho que incluso atractiva, aunque no lo sé a ciencia cierta porque es imposible mirarla sin parecer un descarado. Me lo hace suponer que su tono de llamada es la melodía de cabecera de Muchachada Nui. Sin embargo, se ha comido un bocadillo de tortilla con bonito o algún otro pez fallecido (todo esto lo sé por el olor, que a mi entender es repulsivo). De postre se ha engullido una manzana y un melocotón, al cual soy mortalmente alérgico.
El tren se detiene porque debido a la trayectoria zigzagueante de la línea Barcelona - Valladolid - Salamanca  hay que enganchar otro vagón y cambiar el sentido de la marcha, deshaciendo unos cuantos kilómetros y volviendo a pasar por los mismos sitios pero al revés. Durante un rato se desconecta la electricidad y el silencio es sepulcral. El aire acondicionado deja de emitir congelación innecesaria pero también sonido relajante. Los adormilados se despiertan y los atontados se enlistecen. Un niño pregunta si nos hemos estrellado. Otro le responde que no, porque estaríamos muertos. Los adultos ríen. Los vejetes gritan. Otros niños corren y dicen tacos.
Hay que estirar las piernas para no padecer las consecuencias del síndrome de la clase turista; ese por el cual si no te levantas en seis horas se te forma un coágulo de sangre en nosedonde exactamente, de resultas del cual experimentas una muerte convulsiva, espantosa, terriblemente dolorosa y tremendamente traumatizante para todo aquel que tenga la desgracia de presenciarla y más aún la de aquel que tenga la mala suerte de experimentarla. Pero la existencia de una cafetería es cosa añeja. Hoguera cuyos rescoldos son representados por una triste máquina de cocacolas a precios estratosféricos. Nostalgia del buen Talgo, en ese trayecto igualmente infernal que duraba unas doce o catorce horas pero en el cual podías conocer a la gente que se sentase en el mismo camarote o compartimento que tú, y luego relajarte y oir las penas de esa tu nueva mejor amistad, estirar los sillones, cerrar las cortinas, dormir prácticamente juntos y seguir contándose la vida hasta bajar del tren y nunca más se supo.
Ya no hay un tren nocturno. La tarde va pasando entre agónicas siestas, bandas sonoras en los auriculares, Pantera, Megadeth, Iron Maiden. Charles Bukowski y Eduardo Mendoza, que inspiran este texto. Oyendo quejas y gritos de niños y abuelos, abrigado y estornudando en verano. 
Pero bueno, al final la cosa no es tan grave y a las once de la noche ya estás en casa de tus padres.
Y mañana será otro día.


jueves, 26 de julio de 2012

Rebajas


Es imprescindible que para esta entrada tenga que hacer un poco de publicidad.
Dicho esto, las rebajas. Según los medios de comunicación, específicamente las televisiones, y más concretamente los vídeos de relleno de los informativos, las rebajas son una época en la que un montón de señoras de mediana edad entran corriendo en el corte inglés en cuanto abre sus puertas después de una hora de hacer cola y rebuscan entre prendas apiñadas en cestas o colgadas de cualquier manera cualquier cosa con tal de que sea barata. En la vida real es otra cosa. Se trata de la única época en la cual la gente normal puede permitirse renovar su armario. No sólo las señoras que salen en los telediario y que dicen que sólo queda la talla 38. Pues bueno, redacción de los telediarios, resulta que los hombres de 33 años también tienen que ir a las rebajas. Y también se quejan de las tallas. Porque no tiene ningún sentido que sólo queden un montón de S, XS, M y dos cosas de la L y como mucho hasta la 44 de pie, cuando la mayoría de varones adultos españoles no tienen estas tallas. Lo que es chulo se ha agotado en cinco minutos, lo que queda es demasiado hortera y lo que le sirve a uno es un horror. En mi caso, que mido en torno a 187 centímetros, peso en torno a los 90 kilos y calzo en torno a un 46 de pie siempre me tengo que quedar con lo que haya. Y todo eso sin ser especialmente alto ni especialmente monstruoso. Me gustaría saber dónde carajos puede comprar, sin arruinarse, la ropa un tipo de 215 centímetros de longitud, 125 kilos de peso y 52 unidades de medida sin nombre concreto de pie. Ya basta de tallas irreales, maldita sea.
Así que sigo haciendo publicidad. Normalmente, cuando mis camisetas huelen a rancio y los agujeros de los pantalones, de no ser por los calzoncillos, dejarían al aire mis vergüenzas, cada año o cada dos, renuevo mi vestuario yendo al mismo sitio de siempre y comprando lo mismo de siempre que sé que me sirve y que es lo que hay.  Voy al c&a, que considero un sitio que no es la bomba pero es más o menos bueno, bonito y barato, y que hay de todo, me compro las cinco camisetas de la misma talla de colores planos más baratas que encuentro,  uno o dos packs de calzoncillos, unos cuantos calcetines y a lo sumo un pantalón y una camisa de botones un poco del estilo "por si tengo que hacer una entrevista". La de "por si tengo que ir a una boda" la tengo por ahí desde hace años. Me lo llevo casi todo sin probármelo, porque es lo mismo de siempre. Y bueno, salgo de esta tienda más o menos satisfecho, habiéndome gastado tan poco dinero a cambio de tanta tela.
Pero oh sorpresa. Oh, dioses de la moda de consumo y de la globalización económica. Ahora sí que tengo que hacer publicidad. Ayer fui al centro comercial gran via 2, en la Gran Vía de L´Hospitalet del Llobregat, Barcelona. Mi plan maestro era ir al Decathlón y sustituir la camiseta azul podrida de dos euros de hace un par de años por la misma camiseta azul sin pudrir de dos euros. Si acaso ir a otra tienda y hacerme con algún pantalón corto que incluyese en su precio el cinturón para no tener que pagar por uno. Y me encanta el Decathlón, todo sea dicho (lo escribo con acento porque es como lo pronuncio). Es el único sitio con calzado asequible de muchas tallas, cómodo, relativamente bello y de gran calidad. Tenía que hacer tiempo, así que antes de ir al citado almacén de ropa deportiva me introduje en un local que no conocía y que se llama New Yorker. Y por poco se me saltan las lágrimas. Rebajas por todas partes, no sólo restos cutrongos. No había casi pantalones, pero sí camisas y camisetas de botones, sin botones, con bolsillos, sin bolsillos, con cuello normal, con cuello de pico, de todos los colores y estilos, lisas, estampadas, con dibujos, sin dibujos, muy gay, muy hetero, normal de gay, normal de hetero, con tallas desde las que usarían los más enfermizamente escuálidos hasta los más monstruosamente gigantes, desde la XS hasta la XXXL, incluidas sus variantes "slim fit". Incluso había ropa horriblemente hortera, para quien la quisiera. Con precios entre los cinco y los diez euros. Y me las probaba. Y me quedaban bien. Y si no me quedaban bien había la otra talla, y el otro color. Qué emoción, de verdad.
Ahora sólo espero que nadie me diga aquello de "oye, pues en esa cadena, cosiendo la ropa, tienen trabajando a niños de siete años de tal país encerrados en una sala trabajando quince horas al día por un dólar" para poder poner esta tienda, New Yorker, en mi vitrina, en mi "hall of fame", en mi paseo de la fama de Hollywood de lo más o menos bueno, lo más o menos bonito y lo más o menos barato. Ya os tengo en mi corazón, en la parte "de vez en cuando los humanos necesitan ropa". Como a vuestro primo, el líder del capitalismo comunista (no consumista), el Ikea.



miércoles, 18 de julio de 2012

Que vuelva el verano

Es 18 de julio. En Barcelona hace calor. Los polos de la sirena y del consum, buenos, bonitos y baratos se agolpan en el congelador. Las plantas del balcón se están poniendo secas. Ayer fui a la playa y me quemé. Los bañadores y las toallas cuelgan y se secan en el safareig. Ahora mismo, hay gente que está por la calle tomándose cafés con hielos, tintos de verano y sangrías.
Pero no es bien bien verano. 
En mi recuerdo era una época en la que si te acercabas a la portada de un periódico, ésta estaba dedicada a las altas temperaturas. Salían fotos de termómetros. Lo más importante en los telediarios eran los partidos de pretemporada de fútbol, olimpiadas, eurocopas, San
Fermín. Que en nosequé pueblo nosequién se llamaba de una forma divertida, y que había un señor que se parecía mucho a un personaje histórico. Y las imágenes eran de las calles de las grandes ciudades abarrotadas de gente comiendo helados, de niños saltando en las fuentes, de señoras abanicándose, de playas nudistas. Las verbenas de los pueblos ocupaban decenas de páginas en los periódicos locales. Las recomendaciones para hacer viajes y para evitar las picaduras del mosquito tigre ocupaban los reportajes televisivos más relevantes e intensivos, con un despliegue de medios y unos enviados especiales a tal pedanía de Huesca o a cual camping de Tarragona. Conexiones en directo para informar del partido amistoso entre dos equipos de segunda división. La ex-mujer de un pseudofamoso se había vuelto a operar pechos y pómulos, y de paso de hemorroides. Si acaso, alguna mala noticia aparecía cuando se provocaba un incendio de dimensiones preocupantes o un terrible y mortífero accidente cortaba la nacional 620 a su paso por donde fuese.
Pero ahora no. Si tienes la desgracia de ver, mirar y asimilar las portadas de los periódicos o las noticias en la tele sólo aparecen crónicas espantosas sobre política, economía, guerras, sociedad, nobleza, naturaleza. Una tras otra. Todas negativas. Lo miras un rato, piensas cinco segundos y estás el resto del día preocupado. Hay densidad informativa, sin tregua ni los fines de semana, ni los días en los que hace cuarenta grados a la sombra. Los periodistas y redactores que cubren las vacaciones de los demás ya no tienen que estrujarse los cerebros pensando con qué material del tres al cuarto rellenar el verano, qué imágenes de archivo de helados, turistas, abanicos, fuentes y refrescos desempolvar, a qué pueblo perdido dedicarle un especial, qué hacer para volver a informar sobre el mosquito tigre o las playas de levante sin que parezca repetitivo. 
Yo quiero un verano como los de antes. No quiero que existan noticias relevantes.
Quiero que vuelva el verano.


jueves, 12 de julio de 2012

Récord mundial de velocidad

Han tenido el bonito y amoroso detalle de regalarme por mi cumple el carnet del bicing. Para quien no viva en Barcelona, hay que explicar, de manera simplificada, que el bicing es un sistema por el cual el usuario puede tomar prestada una bicicleta durante dos horas de un lado y devolverla en el mismo o en otro. Hay decenas de puntos por toda la ciudad y al haber mucho carril bici es un tema que triunfa bastante. Lo que pasa es que yo en mi vida habré montado en bicicleta tres o cuatro veces. La primera en París, cuanto tenía 17 años, en un sitio que se llama Parque de Sant Cloud, creo. Lo recuerdo bien porque la bicicleta que me dejaron tenía el sillín mál ajustado, en un bache se giró súbitamente hacia arriba y ya se puede uno imaginar dónde se produjo el dolor que me hizo saltar para posteriormente caer a la tierra, y maldecir todo lo maldecible. Es decir, que no es que sea Induráin, o Contador, o uno de estos ciclistas modernos cuyos nombres desconozco. Así que para mi era un verdadero reto estrenar el otro día mi flamante carnet en solitario, sin asistencia técnica ni asesoramiento personalizado de hermanos, novias o amigos. Una aventura sin parangón, vamos, y no lo digo con ironía. Me puse la camiseta de Iron Maiden y las gafas de sol. Supuse que la barba además me confería aspecto de tipo rudo y serio. Me subí en una. Fingí que estaba rota (aunque no estaba muy fina, la verdad); puse cara de duro y curtido profesional bicicletil y tras tambalearme un poco y optar unos metros por llevarla caminando, volví a fingir que estaba en malas condiciones. Me monté otra vez y subí y bajé (aunque no hubiese diferencias de altura) por el carril bici de la Gran Via de les Corts Catalanes, en una zona cercana a casa que no estaba abarrotada de gente y a una hora que consideré que sólo los locos pueden usar en verano para ir en bicicleta. Y a pesar del susto que podría darme el cruzarme con auténticos profesionales, el rebotar con baldosas levantadas, el que las velocidades no funcionasen, el que sin querer me fuese hacia la carretera y un camión, un autobús y un par de coches me pasasen por encima, y que el sillín pudiese girarse súbitamente y dejarme sin descendencia, enseguida batí el record que me ha costado 33 años lograr. Mi mejor marca personal y mundial de velocidad en solitario.



domingo, 8 de julio de 2012

Chorradas que pintabas con bic mientras esperabas llamadas entrantes


Todos alguna vez hemos teleoperado, teleoperamos o teleoperaremos. Normalmente entran llamadas una tras otra o emites llamadas una tras otra. Y en esos momentos de espera, que pueden ser en verano, los fines de semana y de madrugada, entre una y otra llamada, que puede ser de una persona normal o de un acosador sexual, no puedes ir al servicio, tomar un café, salir a que te de el aire o mirar nada de internet; más que nada porque a veces el puesto no te lo permite, porque puede que tampoco haya internet y porque a lo mejor los equipos de décadas anteriores no están preparados para ello. Puedes quedarte pensando o mirar a las musarañas o los gamusinos si los encuentras. Puedes imaginarte a ti mismo que en realidad estás en una serie y localizas a los malos con satélite, y el jefazo, que es el jefe de la CIA o del FBI te dice "Anderson, dame visual de eso".  Tienes que hacer algo para no estar dormido un domingo por la noche o un lunes por la mañana, en ocasiones en una plataforma de teleoperadores desierta en la que llevas ahí solo doce horas y has comido sin quitarte los auriculares. Puedes seguir haciendo garabatos sin sentido durante unos segundos en el cuaderno. Si a los garabatos les das alguna forma te pueden salir dibujitos. Y cuando los encuentras años después te hacen bastante gracia. Luego vas, haces un blog, escaneas los garabatos tal y como estaban, con el photoshop les pegas tu nombre en alguna esquina y, abracadabra, ya tienes nuevas entradas.




Chorradas que pintabas con bic mientras esperabas llamadas entrantes (3)


miércoles, 4 de julio de 2012

Ítems curriculumísticos que se quedaron por el camino

Hace muchos, muchos años, una estudiante de sociología paupérrimo pero feliz hacía lo posible por terminar la carrera, el ciclo de imagen y el cap, y yéndose a trabajar a la costa los veranos. Guiando gigantes y cabezudos. Cargando pesados bafles en conciertos. No tenía suficiente tiempo ni dinero para rellenar ítems curriculísticos. Después, el estudiante paupérrimo se fue a la Gran Ciudad. Tenía trabajos teleoperísticos que ocupaban el 90 % de su tiempo diurno en el cual no estaba realizando tareas básicas de mantenimiento y reciclaje corporal (alimentaciónismo, lavarropización, dormición, defecabilidad y orinismo). Comía cada semana la pizza de una franquicia diferente. El dinero no era suficiente. El tiempo menor. La gente se extrañaba de que no tuviese carnet de conducir, nivel de inglés, nivel de catalán, no fuese en bici, no tocase la guitarra correctamente, no supiese lo que es un coche o no hubiese visto el museo de arte contemporáneo. Tras ello consiguió un trabajo decente que ocupaba también un alto porcentaje de tiempo. Y su formacioncontinuísmo, sumado a la vida social, a veces requería el sobrante completo de tiempo obtenido. Finalmente, tras varios años y llegado el horario perfecto a un precio adecuado, tuvo tres meses de espejismo. ¿Tiempo y dinero suficientes para rellenar los vacíos curriculares?. No, por eso se llamaba espejismo. Y la realidad se llamaba Cifra Récord de Desempleo. Por eso en el último año, a su avanzada edad de casi 33 años, esa que no superaron con vida filósofos, guitarristas, actores y otros iconos, ha podido dedicar su tiempo a aprender catalán, aprender a ir en bici, visitar el museo de arte contemporáneo, trabajar gratis un rato, conseguir el máster en amodecasismo, encontrar el secreto de la receta de la tortilla sin huevo, descubrir sus alergias mortales y emplear cientos y cientos de euros de sus maltrechos ahorros a aprender a ir en un coche. Un peugeot 207, para ser exactos. El 13 de julio, y si no el 20 o el 27, descubrirá si los cientos, miles, fracciones de cientos de miles y millones de euros han sido suficientes para rellenar otro ítem vacío: el de la conduccionabilidad automovilistásica.



miércoles, 27 de junio de 2012

Error de diseño

Mira que son años ya, que se podría haber acostumbrado. En los documentales vuestro cuerpo, humanos, es una maquinaria perfecta y engrasada, eficiente, regenerativa, sostenible, increíble y otros cuantos adjetivos más que podrían servir perfectamente para describir en un anuncio un automóvil con tecnología alemana. En la vida real es una castaña. Pilonga, además. Se estropea con todo. Se le caen los dientes. Se le rompen los ligamentos cruzados anteriores, aunque se ejerciten. Los cuerpos humanos más afortunados conservan toda la vida el pelo y a otros les desaparece de unos lados y les surge en otros; a unos y otras les cuelgan partes, músculos, glándulas diversas y grasas que deberían estar firmes pero ahora son fofas. Se convierten en semiesferas zonas que deberían ser tabletas de chocolate, etc. Pero centrémonos en el verano. En el trabajo, si eres uno de los elegidos y todavía lo conservas, asado o congelado. Aire acondicionado afonizante (no es una errata, es la afonía), metro y autobús agonizante. La camisa que era amarilla o blanca se convierte en transparente. La que era verde, en verde oscura, ya que tienes que tomar la difícil decisión entre llevar camiseta interior y asarte con dignidad bajo 40 grados o no llevarla y asarte un poco menos, pero poco dignamente y de manera más vistosa. Como esas películas en las que están en New Orleans, todo el mundo gotea y parece no importar. Ojalá en todo el mundo fuesen tan tolerantes con el sudor como en New Orleans. Si dispones de playa, moreno estilo cebra rosa en los lugares en los que no te embadurnaste la crema. Piel cayéndose y no eres una serpiente. 
Y las noches consisten en intentar dormir, beber agua y hacer pis repetidas veces en bucle infinito, hasta que tomas la determinación de que la última vez que has ido a hacer pis no beberás agua, y a esas alturas ya son las ocho. Entonces, si tienes trabajo te irás a afonizar y si no lo tienes y además eres un Elegido entre los Elegidos de los Elegidos y no tienes trabajo porque no te hace falta y vives al lado de la playa, se te caerá la piel. 
Ojalá se te caiga, quiero decir.