sábado, 29 de diciembre de 2012

Low cost flights, high cost magdalenas

El peor café del universo al más alto precio de la historia. Vertido desde una máquina sin encanto sobre un vaso elaborado con una mezcla de materiales indeterminados, a medio camino entre el papel, el corcho y el poliuretano o el polipropileno. Recogido en una triste barra. Cuchara de plástico translúcido, azúcar envasada en bolsa de plástico transparente. Azúcar también de plástico, presumiblemente. Seguramente la leche, completamente fría, haya sido extraída de un pozo petrolífero de las profundidades abisales. O del infierno. Magdalenas a 3,50€ la unidad. Un triste croissant con mucha cara de pena por 2€, elaborado por maestros artesanos croissanteros dos o cinco días que nunca te comerías pero al que le harías una foto. "De café solo me queda este tamaño de vaso",  dice el dependiente. Casualmente el grande. Pero en realidad no es un camarero, no hace las funciones necesarias para recibir tal nombre de especialista profesional. Sólo le da a un botón para que salga el café, te cobra, te dice ¿algo más? y gracias. Y te indica que el surtido de elementos plasticosos está por ahí, que te sirvas tu mismo. Y el pobre espera que aún dejes propina después de no haberse movido del sitio y de haberte cobrado dos euros y medio por tal simulacro de sucedáneo de simil de café. Suerte que ya no me acuerdo de lo que sería en pesetas.

Los pasajeros del vuelo tal ya pueden realizar su eufemismo, su embarque, dice casi ininteligiblemente una forzada voz. Supongo que es un embarque porque los aviones flotan. Las velas no se ven, tampoco los remeros de las galeras. Imagino que será un barco a reacción, o propulsado por energía nuclear.
La gente todavía no entiende el concepto "cola", ni el concepto "no hace falta estar pegándose por entrar antes que los demás si todos tenemos los asientos numerados". La masa se idiotiza por momentos.

En el espacio que hay entre asientos las rodillas de un humano de más de 1,40 de altura no cabrían. Hay un duelo a muerte de incivismo entre la chica sentada delante y las dos adolescentes tardías de detrás. La primera, consciente del tamaño del hueco entre asientos decide reclinar el suyo y estirar una bufanda o similar que cuelga a centímetros de mi cara. Las de detrás están muy orgullosas de todos los chavales altos, bajos, gordos, delgados, cachas, fofos que pierden el culo por ellas. Sus conquistas y la calidad personal de las mismas imagino serán inversamente proporcionales al volumen de su voz. Me importan un bledo vuestros ligues de garrafón, pienso decirles, pero me he levantado a las cinco y media de la madrugada, ya me he tragado previamente tres horas de autobús y tengo demasiado sueño. Y además sus insoportables voces e insustanciales anécdotas acaba siendo sedantes. Sedante como un tren, un ventilador, una taladradora, ese tipo de sonido en principio agobiante, pero repetitivo, cadente y continuo, sonido sin valor argumental que cuando dejas de analizarlo encuentras una extraña paz. Para agradecer tal gesto solidario también pienso darme la vuelta para comentar a las chicas que me encanta el tono y el volumen de su voz y lo que cuentan tanto como una cisterna recargándose, como una aspiradora absorbiendo a toda potencia, como un ordenador con el ventilador estropeado, como un calefactor. Pero estoy dormido y teniendo sueños realistas y absurdos. A lo mejor sólo estoy pensando.

Y después de otro autobús, un metro, un tren y caminar un rato con la maleta a cuestas, una cloaca, perdón, una cocacola, llegar al lugar de trabajo, un cigarro y vuelta a la normalidad de los últimos tiempos.

Como me he olvidado de comer, en la minúscula pausa ya me tomaré otro café de plástico, si eso.




jueves, 6 de diciembre de 2012

Eufemismo alimenticio

Guillaume era un reputado cocinero italiano-francés afincado en Barcelona. Cierto día, hace cientos de años, el arroz se le pasó. Con su dominio para las lenguas y su sutileza para el engaño y la seducción hizo ver que había inventado un nuevo plato, y lo llamó "risotto". El asunto triunfó.

Vincenzo y Leonardo eran dos buenos amigos que querían montar un negocio de hostelería, un restaurante, cantina, taberna, o algo similar. Eran épocas, hace décadas o incluso múltiplos de lustros, en las que las cocinas no estaban en absoluto automatizadas y todo plato, pincho, tapa, vianda o bocadillo había de ser elaborarlo de manera manual y artesanal. Vincenzo era de Milán, su padre era pizzero y el padre de su padre era pizzero. E incluso el padre del padre de su padre. La presión genealógica era mucha. Pero cada vez que intentaba hacer una pizza le salía algo más parecido a una mierdita sonriente con ojos de esas de whatsapp. Leonardo era de Mexico D.F., y su sueño era ser el mejor quesadillero del mundo. Por desgracia, su destreza haciendo quesadillas, sincronizadas, fajitas y burritos era equiparable a la de su amigo Vincenzo. Tras mucho pensar, interminables discusiones, peleas y algún que otro llanto dieron con una solución intermedia a su frustración cocineril e inventaron un producto al que llamaron "piadina".

Algo parecido a Guillaume le sucedió a Alexander, físico, químico y biólogo alemán. Después de ser expulsado por su alta moral del grupo de sabios que intentaron diseñar un peligroso artefacto explosivo, dedico el resto de su vida a sus propios trabajos. En un fallido experimento para intentar hacer desaparece un kilo de arroz normal y corriente, creó un rayo de protones (o parecido, lo único que se sabe es que era algo que acababa en -ones) que hizo pasar del estado sólido al estado gaseoso ese kilo completo de arroz. El objetivo de Alexander era poder transportar arroz en una bombona. Alexander, emocionado, pensó que había vaporizado el arroz. Pero tras dos minutos el arroz volvió a reagrupar sus moléculas y apareció de nuevo, aunque algo alterado. A pesar de que su estado volvía a ser el sólido y no el gaseoso, se quedó con el nombre de "arroz vaporizado".

Más en nuestros días, Eugenio y Pili abrieron una panadería. Una bandeja entera de pan blanco listo para hornear se les cayó al suelo. Se llenó de polvo y pelusas. Una vez cocido y eliminado todo rastro de inmundicia por el efecto del extremo calor, el pan quedó de un tono marronáceo nada apetecible a priori. Pero en lugar de echarse atrás lo pusieron en el mostrador con el nombre de "biológico". Eran unos empresarios arriesgados, gente emprendedora. Inexplicablemente se vendió más que el normal, así que a partir de entonces decidieron siempre tirar el pan al suelo antes de cocerlo. Y mejoró la cosa. Se dieron cuenta de que al añadir la palabra "biológico" a cualquier producto, esta cosa podía ser vendida por el doble de su precio habitual. Casi tanto como anteriormente había pasado al añadir la palabra "premium" o "special" a una cerveza.

Pero el caso más llamativo fue el de Maripuri, años después. Maripuri, dueña del establecimiento Magdalenas Maripuri, heredado de su tía Evanescencia de nuestro Señor, vio como su negocio (anteriormente conocido como "Dulces Caseros de Evanescencia de Nuestro Señor) se iba a pique. Sus estupendas magdalenas, que años atrás habían saciado las domingueras hambres dulces de los desayunos de medio barrio de Gràcia, en Barcelona, se dejaron de vender. Intentó bajar su precio, en la época de las pesetas. Las puso a 100 pesetas diez magdalenas, incluso. Pero nada. Traumatizada por su mala experiencia empresarial, dejó el negocio. Alquiló el local a unos simpáticos palestinos que lo reconvirtieron en restaurante especializado.  Y se fue a dar la vuelta al mundo. Estuvo unos años fuera, y con lo que cobraba por el alquiler del local le sobraba para vivir y viajar. Justo antes de volver a Barcelona, el último sitio en el que estuvo fue Londres. Inexplicablemente, las magdalenas se vendían. Se quedó con el toque. Luego volvió a Barcelona. Su vocación de magdalenera no se había extinguido. Habló con los simpáticos palestinos, a los cuales el negocio les había ido de perlas los últimos años y llego a un trato con ellos para que fueran socios en un arriesgado negocio: vender magdalenas y pastelitos. Tras una serie de reformas, volvieron a abrir la tienda llamándola "Magdalenas y Pastelitos Maripuri - Especialidades Catalanas y Palestinas - Fleca- Forn de pà". Y el negocio siguió sin funcionar. Puso diez magdalenas a 1 euro + regalo de 1 baklawa. Y nada. Cambio el cartel por "Muffins i Cupcakes Artesans Marie". Como no tenía nada que perder puso un cartel en el que decía "1 muffin, 2 euros, 2 muffins especiales, 4 euros y medio, 3 muffins caseros, 10 euros". E inexplicablemente las ventas empezaron a aumentar hasta la estratosfera.

Si alguien encuentra una moraleja a todos estos sucesos paranormales relacionados con los eufemismos alimenticios y su relación con las técnicas de venta, que me la explique.