viernes, 24 de agosto de 2012

Maquetas a escala 1:1

Supongo que mucha gente aprovechará el verano para viajar. Con la que está cayendo -expresión que cansa muchísimo después de que todas las personas, animales y cosas no paren de repetirla en televisiones, publicidad, bares, transportes públicos, cines, estancos y quioscos- algunos afortunados lo podrán llamar vacaciones. Los más afortunados "vacaciones pagadas". E incluso algunos pueden llamarlo "regalo". Como ya he expresado en otra entrada, yo este año lo llamo simple y llanamente "viaje".  
Es muy probable que de toda esa gente que hace viajes o vacaciones, algunos se suban a bordo de una descomunal mochila de treinta kilos a la cual le acompaña un avión o tren que tras dos días de trayecto pueda dejar a uno en su ansiado destino polvoriento y lleno de mosquitos. Otros seres irán a hoteles de playas terroríficas que surgieron de la mente de unos cuantos constructores megalómanos y sin duda desequilibrados. Otros harán turismo cultural, o sexual, o familiar, o residencial. La mayoría hará una mezcla de varias opciones y otros simplemente irán a saludar a la familia. Mi situación actual y espero que coyuntural me ha hecho decantarme por la última. Y como ilógicamente he tenido más tiempo que otras veces (porque he estado menos días) las cosas me han cuadrado bastante bien.
He podido visitar lugares que no veía desde que medía menos de un metro cincuenta, hace más de veinte años, o que al menos no recordaba. Eran los sitios en los que pasaba el verano bastante despreocupado, como todos los niños, que aunque algunos lo disimulen bien en general no se enteran de nada, o al menos no perciben -o percibíamos- la realidad tal como lo hacemos ahora - o hacíamos antes-. Eran un par de sitios de extrema simplicidad y neblinoso recuerdo. Una piscina y un pueblo. Y por supuesto todo era distinto, y uno se siente muy viejo al escucharse a sí mismo decir "esto ya no es lo que era" o "cuando yo era pequeño aquello no estaba así". La verdad es que casi todo era muy parecido, pero desde medio metro más abajo parecía colosal. Aquella cuesta larguísima y extremadamente empinada cubierta de césped por la cual descendías haciendo la croqueta o corriendo a toda pastilla con tus amiguitos diminutos y a causa de lo cual una vez te partiste la mano resultaba ser un leve desnivel. Aquella barandilla altísima desde la que se tropezó aquel niño, cayó de espaldas y pensaste que se había partido la columna vertebral y estaba desde hace tiempo postrado en una silla de ruedas resultó ser de menos de un metro de alta. Y al niño nunca le pasó nada, y ha estado toda la vida perfectamente. Esa plaza de pueblo de dimensiones considerables, con una fuente en el centro, alrededor de la cual manejabas tu simple pero eficiente -y respetuoso con el medio ambiente- coche teledirigido, resultó ser del tamaño de una tienda de ultramarinos. Y la propia tienda de ultramarinos acabó siendo tan pequeña que incluso desapareció. 
Quedan pocas cosas exactamente iguales que como estaban hace veinte años. Y las que permanecen han empequeñecido misteriosamente, pero si sacas un metro compruebas que su tamaño es exactamente el mismo. Eso es porque están hechas a escala. Y son muy verídicas, aunque no acaban del todo de convencerte, hay algo que no cuadra, no sé, son más blandas, o más duras, o más claras o más oscuras. Creo que incluso pesan menos, y están hechas de cartón-piedra o de cartón-pluma o passe-par-tout o de corcho-pan. 
Son maquetas de tamaño real.



sábado, 18 de agosto de 2012

Un septiembre como los de antes

   Hace algunas entradas me quejaba de que es una pena que no estemos teniendo un verano como los de antes (a excepción del calor, la humedad y el sofoco generalizado). Sin noticias sobre dramas sociales, económicos o políticos; sólo calor, vídeos de gente comiendo helados en los telediarios y fotos de fiestas de los pueblos en los periódicos. Si acaso, lo que se repite siempre son los incendios, aunque esto no nos da en absoluto alegría alguna.
   Pero de lo que al menos yo sí que voy a poder disfrutar merecidamente es de un septiembre de los de antaño. Empieza el curso y me siento rejuvenecer. Tengo intención de hacer un posgrado, que espero no sea malgastar el dinero que cuesta. También me matricularé en la escuela oficial de idiomas. Haré la preinscripción  para inglés, por lo cual es muy probable que acabe haciendo chino -y prepararme con antelación para cuando los mayores pobladores del planeta sean también, lógicamente, sus dueños y señores- o alemán -para cuando llegue el momento del éxodo masivo de españoles a Germanolandia, un país con el 7 % de paro-. 
    Dejando de lado cosas negativas y demás dramas sociales, tengo la suerte de haber suspendido a finales de julio el examen de conducir automóviles, por lo cual todavía no he sido ascendido al cargo de ciudadano de primera categoría. Euros irrecuperables aparte, esto es lo que me hace mayor ilusión. Las pocas canas que tengo se han vuelto automáticamente pelo negro por la impresión causada a mi organismo al conocer éste la noticia del suspenso. El 0,75 de miopía ha desaparecido, por lo cual podré prescindir de gafas cuando vaya al cine salvo para parecer más intelectual de lo que soy. Y esos pelos tan antiestéticos que lenta pero constantemente me están surgiendo a traición de los hombros cual criatura mitológica como el hombre lobo y Roberto Dueñas han caído sin dejar rastro. Un poco más y me saldrá algo de acné. Porque he vuelto a ser un veinteañero. Podré volver a saborear, en su multitud de matices y texturas, uno de los mayores manjares de la adolescencia, del instituto y la universidad, y que ya echaba de menos después de tantos años de ausencia: los exámenes de septiembre.



domingo, 12 de agosto de 2012

Criaturas de la noche

Llevo mucho tiempo viajando. Durante el día duermo, durante la noche cazo o vuelo largas distancias, bien huyendo de algunos lugares peligrosos para los de mi especie, bien buscando objetivos para saciar mi sed. A veces, si no encuentro nada más apropiado, me basta con la sangre de vacas, de conejos, de perros. incluso si no soy muy escrupuloso, cuando el alimento escasea, me tengo que conformar con ratas o ratones. Si no encuentro otra manera de sobrevivir siempre puedo arriesgarme con insectos. Aunque sean los seres más pequeños inexplicablemente me resultan más peligrosos. Siempre en busca de alimento. 
Es una vida solitaria y triste la mayor parte del tiempo. Pero todo cambia cuando llega el calor. Cuando empieza el verano es mi época más voraz. Viajo hasta lugares cálidos, zonas cerca del agua, húmedas, repletas de humanos. Sin duda alguna la sangre de los humanos es el manjar más preciado. En ocasiones arriesgo, arriesgamos demasiado yo y los de mi especie con tal de conseguir una o varias presas humanas. Y en verano es más fácil. Duermen más horas al y pasan más tiempo en lugares apartados. Pernoctan en sitios insólitos. Algunos huyen de las ciudades y buscan lugares naturales, campos, bosques, los pueblos de sus antepasados...  Lugares donde sin duda la mía es la especie dominante. También tienen más vida nocturna. Su piel es más blanda, son más fáciles de abordar; es una época en la que están más despreocupados, menos atentos a lo que les pueda pasar. Y cuando menos se lo esperan ahí aparezco. Sin que apenas puedan evitarlo les clavo mis dientes. Una, dos, tres veces. En ocasiones, varios de ellos sucumben la misma noche. No tengo por qué sentirme culpable; es mi naturaleza, y es mi supervivencia lo que está en juego. A veces me doy tales atracones de sangre que me es difícil huir y estoy a punto de ser cazado. A veces la sed es tan grande, y tan cegadora, que muchos de los de mi especie son aplastados, torturados, machacados. Diezmados. 
Los humanos han elaborado muchas leyendas sobre nosotros a lo largo de los tiempos. Algunas son ciertas, otras no. Dicen que atacamos por la noche, dicen que surgimos del campo, del bosque, de los lagos y las aguas estancadas, explican a sus hijos que el calor nos da fuerzas y que somos difíciles de capturar y matar. Que siempre atacamos cobardemente y a traición, amparados en la oscuridad. Utilizan fórmulas y pócimas diferentes para intentar repelernos, y muy pocas funcionan. Sólo con paciencia y suerte nos consiguen matar; somos difíciles de ver a la luz de la luna. 
Pero aunque los humanos en principio sean más inteligentes, más grandes y más fuertes, nos temen. Nos temen tanto que a nuestro nombre le han añadido el apellido de uno de los seres más violentos y peligrosos que conocen: El tigre. Así nos llaman: el Mosquito Tigre.



martes, 7 de agosto de 2012

The Salamanking Limited

Lamentablemente, las vacaciones de un parado no pueden desarrollarse en lugares tan exóticos como en una película de Wes Anderson. De hecho, el oficio de un parado se caracteriza principalmente porque no tiene vacaciones (se llamarían "trabajo"). A lo sumo, viaja.
Y de vez en cuando hay que ir a las raíces de uno mismo, a ver a la familia, a constatar que mientras unos edificios, bares y negocios desaparecen hacia el inhóspito espacio profundo otros surgen del ignoto fango primigenio.

Se levanta uno por la mañana, hace la maleta, se come los restos que encuentra, se pimpla un culillo de vino blanco sobrante y se va a la estación a la una y media de la tarde.
Actualmente, la única forma relativamente económica por la cual se puede ir a Salamanca desde Barcelona sin tener que comprar dos o tres billetes distintos y hacer tres o cuatro transbordos diferentes es mediante la cuestionada Renfe, en un demencial viaje que cuesta sesenta y cinco euros y tarda nueve horas en llegar a su destino.

Tren de Barcelona a Salamanca
Un incomprensible trayecto, en un horario que convierte el día en completamente prescindible, con giros argumentales ininteligibles e inexplicables cambios de tren en relevantes en mayor o menor medida ciudades. Ida y vuelta, cien euros y veinte horas.
Me ha tocado uno de esos asientos que están alrededor de una especie de mesa desplegable. Cualquiera que mida más de un metro tiene que verse obligado a hacer piececitos con el pasajero de enfrente o en su defecto sentarse como un robot en stand by. Opto por la postura robótica. La luz es cegadora, el aire acondicionado es un desaire y está muy mal acondicionado. 
La intimidad es nula y no me quiero quedar dormido en esta extraña postura sentada; temo que si me relajo demasiado se me caiga la baba o peor aún: que se me quede cara de muerto con la boca abierta, como le acaba de pasar a una señora unos asientos más allá. Unos enormes ojos azules detrás de unas gafas llevan observando todos mis movimientos, por sutiles que sean, desde que he entrado en el vagón. Me sentiría halagado si los ojos no perteneciesen a un señor de unos setenta años, obeso, calvo, aburrido y cotilla. A mis espaldas, y por tanto, para mi fortuna imposible a la vista -pero repelente al oído- salvo por una fugaz mirada de reproche por el rabillo del ojo, una desconsiderada se está cortando las uñas con estrepitosos sonidos y supongo que hay salpicaduras uñiles desperdigándose sin ton ni son. 
La chica que tengo a mi lado parece simpática y sospecho que incluso atractiva, aunque no lo sé a ciencia cierta porque es imposible mirarla sin parecer un descarado. Me lo hace suponer que su tono de llamada es la melodía de cabecera de Muchachada Nui. Sin embargo, se ha comido un bocadillo de tortilla con bonito o algún otro pez fallecido (todo esto lo sé por el olor, que a mi entender es repulsivo). De postre se ha engullido una manzana y un melocotón, al cual soy mortalmente alérgico.
El tren se detiene porque debido a la trayectoria zigzagueante de la línea Barcelona - Valladolid - Salamanca  hay que enganchar otro vagón y cambiar el sentido de la marcha, deshaciendo unos cuantos kilómetros y volviendo a pasar por los mismos sitios pero al revés. Durante un rato se desconecta la electricidad y el silencio es sepulcral. El aire acondicionado deja de emitir congelación innecesaria pero también sonido relajante. Los adormilados se despiertan y los atontados se enlistecen. Un niño pregunta si nos hemos estrellado. Otro le responde que no, porque estaríamos muertos. Los adultos ríen. Los vejetes gritan. Otros niños corren y dicen tacos.
Hay que estirar las piernas para no padecer las consecuencias del síndrome de la clase turista; ese por el cual si no te levantas en seis horas se te forma un coágulo de sangre en nosedonde exactamente, de resultas del cual experimentas una muerte convulsiva, espantosa, terriblemente dolorosa y tremendamente traumatizante para todo aquel que tenga la desgracia de presenciarla y más aún la de aquel que tenga la mala suerte de experimentarla. Pero la existencia de una cafetería es cosa añeja. Hoguera cuyos rescoldos son representados por una triste máquina de cocacolas a precios estratosféricos. Nostalgia del buen Talgo, en ese trayecto igualmente infernal que duraba unas doce o catorce horas pero en el cual podías conocer a la gente que se sentase en el mismo camarote o compartimento que tú, y luego relajarte y oir las penas de esa tu nueva mejor amistad, estirar los sillones, cerrar las cortinas, dormir prácticamente juntos y seguir contándose la vida hasta bajar del tren y nunca más se supo.
Ya no hay un tren nocturno. La tarde va pasando entre agónicas siestas, bandas sonoras en los auriculares, Pantera, Megadeth, Iron Maiden. Charles Bukowski y Eduardo Mendoza, que inspiran este texto. Oyendo quejas y gritos de niños y abuelos, abrigado y estornudando en verano. 
Pero bueno, al final la cosa no es tan grave y a las once de la noche ya estás en casa de tus padres.
Y mañana será otro día.