sábado, 20 de octubre de 2012

Crónica de un suspenso anunciado

    19 de septiembre de 2012. Ocho de la mañana. La semana no ha empezado precisamente bien. Por una serie de determinados asuntos que no vienen al caso, concentrados de manera casual y aproximadamente en el mismo espacio-tiempo, los últimos cuatro días han sido especialmente malos entre pitos y flautas (no sabría especificar exactamente el porcentaje de pitos y de flautas).
      Y llueve a ríos, porque no hay olas. El caudal es amplio, apenas asimilado por las alcantarillas. Ahí abajo, las ratas están llenando botellas y palanganas para regar con agua limpia de lluvia sus plantitas infectas y hacer sus asquerosos y pútridos calditos de arañas, grillos y guano. Y darse un baño.
         Ocho valientes se enfrentan bajo estas circunstancias adversas a lo que para algunos es su primer examen de conducción, otros prefieren no decir el número de intentos. Para mi es el tercero, y a la tercera va la vencida. Aparte de otras circunstancias, he dormido poco y para poder hacer el examen estoy perdiendo seis horas de un curso muy interesante de animación en 3d que estoy realizando a varios kilómetros de allí y cuya asistencia es obligatoria. Y mis zapatos de la suerte están chorreando, y el lamentable paraguas está inexplicablemente oxidado. Reparto de horarios y yo soy el último en hacerlo. Los demás tienen menos experiencia y es probable que suspendan enseguida. Perfecto, sólo tendré que esperar tres horas más bajo la lluvia. Los nervios habrá que guardarlos hasta entonces.
         Uno tras otro los alumnos y alumnas van terminando y suspendiendo. Se saltan stops, van en contradirección, sobrepasan alegremente semáforos en rojo o no activan el limpiaparabrisas. Simple y llanamente, todos están teniendo un día de mierda. Esta entente cordial entre examinadora y climatología, unidos lamentablemente en temible mezcolanza, van a estropear el ya de por sí maltrecho porcentaje de aprobados de la autoescuela. 
         Mi compañero de examen recibe una llamada de la profesora, otro de la secretaria de la autoescuela, gestionando negligentemente el papeleo a muchas paradas de metro de distancia. Que al parecer hay un problema con la documentación y que se han liado, dice. Confiamos en que no sea nada malo, pero el otro hombre, argentino o chileno -no he distinguido el acento-, está preocupado. Al parecer ha habido algún problema con un N.I.E. "Puede que haya hecho mal los papeles, pero mi pasaporte y mi permiso y tal están en regla, no sé que puede haber pasado", dice el hombre, "esto se está haciendo muy largo, y mi mujer ha pedido un permiso en el trabajo para encargarse de los niños", añade y llama repetidas veces sin éxito a la autoescuela. Yo le digo que no pasa nada, que siempre tienen contratiempos y que a mi me han hecho la puñeta ya un montón de veces. Y esperamos, bajo la lluvia, otra media hora.
       Por fin llega el coche. El hombre va a preguntar, y la profesora se asoma y dice. "No, tú no, tú, Manuel". Y me explica que se han liado, que han mezclado mi D.N.I. con el N.I.E. de mi compañero,  que los datos están cruzados y que mi nombre no aparece en la tarjeta del examen. Y que no lo puedo hacer. En fin, que me está diciendo "somos unos inútiles y te hemos hecho perder toda la mañana para nada". Así que nada, me voy a casa después de lo que parece un gag sin gracia.
      Pero bueno, al menos hay una cosa positiva: esta vez no he suspendido yo el examen. Se ha suspendido a si mismo.