martes, 7 de agosto de 2012

The Salamanking Limited

Lamentablemente, las vacaciones de un parado no pueden desarrollarse en lugares tan exóticos como en una película de Wes Anderson. De hecho, el oficio de un parado se caracteriza principalmente porque no tiene vacaciones (se llamarían "trabajo"). A lo sumo, viaja.
Y de vez en cuando hay que ir a las raíces de uno mismo, a ver a la familia, a constatar que mientras unos edificios, bares y negocios desaparecen hacia el inhóspito espacio profundo otros surgen del ignoto fango primigenio.

Se levanta uno por la mañana, hace la maleta, se come los restos que encuentra, se pimpla un culillo de vino blanco sobrante y se va a la estación a la una y media de la tarde.
Actualmente, la única forma relativamente económica por la cual se puede ir a Salamanca desde Barcelona sin tener que comprar dos o tres billetes distintos y hacer tres o cuatro transbordos diferentes es mediante la cuestionada Renfe, en un demencial viaje que cuesta sesenta y cinco euros y tarda nueve horas en llegar a su destino.

Tren de Barcelona a Salamanca
Un incomprensible trayecto, en un horario que convierte el día en completamente prescindible, con giros argumentales ininteligibles e inexplicables cambios de tren en relevantes en mayor o menor medida ciudades. Ida y vuelta, cien euros y veinte horas.
Me ha tocado uno de esos asientos que están alrededor de una especie de mesa desplegable. Cualquiera que mida más de un metro tiene que verse obligado a hacer piececitos con el pasajero de enfrente o en su defecto sentarse como un robot en stand by. Opto por la postura robótica. La luz es cegadora, el aire acondicionado es un desaire y está muy mal acondicionado. 
La intimidad es nula y no me quiero quedar dormido en esta extraña postura sentada; temo que si me relajo demasiado se me caiga la baba o peor aún: que se me quede cara de muerto con la boca abierta, como le acaba de pasar a una señora unos asientos más allá. Unos enormes ojos azules detrás de unas gafas llevan observando todos mis movimientos, por sutiles que sean, desde que he entrado en el vagón. Me sentiría halagado si los ojos no perteneciesen a un señor de unos setenta años, obeso, calvo, aburrido y cotilla. A mis espaldas, y por tanto, para mi fortuna imposible a la vista -pero repelente al oído- salvo por una fugaz mirada de reproche por el rabillo del ojo, una desconsiderada se está cortando las uñas con estrepitosos sonidos y supongo que hay salpicaduras uñiles desperdigándose sin ton ni son. 
La chica que tengo a mi lado parece simpática y sospecho que incluso atractiva, aunque no lo sé a ciencia cierta porque es imposible mirarla sin parecer un descarado. Me lo hace suponer que su tono de llamada es la melodía de cabecera de Muchachada Nui. Sin embargo, se ha comido un bocadillo de tortilla con bonito o algún otro pez fallecido (todo esto lo sé por el olor, que a mi entender es repulsivo). De postre se ha engullido una manzana y un melocotón, al cual soy mortalmente alérgico.
El tren se detiene porque debido a la trayectoria zigzagueante de la línea Barcelona - Valladolid - Salamanca  hay que enganchar otro vagón y cambiar el sentido de la marcha, deshaciendo unos cuantos kilómetros y volviendo a pasar por los mismos sitios pero al revés. Durante un rato se desconecta la electricidad y el silencio es sepulcral. El aire acondicionado deja de emitir congelación innecesaria pero también sonido relajante. Los adormilados se despiertan y los atontados se enlistecen. Un niño pregunta si nos hemos estrellado. Otro le responde que no, porque estaríamos muertos. Los adultos ríen. Los vejetes gritan. Otros niños corren y dicen tacos.
Hay que estirar las piernas para no padecer las consecuencias del síndrome de la clase turista; ese por el cual si no te levantas en seis horas se te forma un coágulo de sangre en nosedonde exactamente, de resultas del cual experimentas una muerte convulsiva, espantosa, terriblemente dolorosa y tremendamente traumatizante para todo aquel que tenga la desgracia de presenciarla y más aún la de aquel que tenga la mala suerte de experimentarla. Pero la existencia de una cafetería es cosa añeja. Hoguera cuyos rescoldos son representados por una triste máquina de cocacolas a precios estratosféricos. Nostalgia del buen Talgo, en ese trayecto igualmente infernal que duraba unas doce o catorce horas pero en el cual podías conocer a la gente que se sentase en el mismo camarote o compartimento que tú, y luego relajarte y oir las penas de esa tu nueva mejor amistad, estirar los sillones, cerrar las cortinas, dormir prácticamente juntos y seguir contándose la vida hasta bajar del tren y nunca más se supo.
Ya no hay un tren nocturno. La tarde va pasando entre agónicas siestas, bandas sonoras en los auriculares, Pantera, Megadeth, Iron Maiden. Charles Bukowski y Eduardo Mendoza, que inspiran este texto. Oyendo quejas y gritos de niños y abuelos, abrigado y estornudando en verano. 
Pero bueno, al final la cosa no es tan grave y a las once de la noche ya estás en casa de tus padres.
Y mañana será otro día.


2 comentarios:

  1. Me daba ganas de decirle a las abuelas que esperaban en el transbordo "esto ya no es lo que era, llevo cogiendo esta línea desde hace más de quince años y va de mal en peor, con lo bien que se iba en el talgo, con su cafeteria y si querías te ibasa pasear o te tomabas un cafelito, o con su literita. No somos nadie. Arrieritos somos y en el camino nos encontraremos" o algo por el estilo.

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