domingo, 20 de enero de 2013

Peter Texas Skater Surfer Punisher


Hace poco, en los segundos que pasan entre llamada y llamada, he tenido la gratísima y crasa oportunidad de reencontrarme con mi viejo amigo Peter. 
Antes no tenía nombre, era solo un hippie surfero esquizofrénico mitad buen rollero y mitad justiciero apocalíptico far west, en ocasiones sheriff de un pequeño pueblo, en ocasiones representante loser de una ley poco concreta, en ocasiones cazarrecompensas. Y a veces sólo filósofo. Sea por lo que fuese -nunca me lo explicó demasiado bien, pero ya tendremos tiempo de hablar- las circunstancias en su vida le llevaron por desdichados caminos y derroteros desconcertantes. Reparte paz y mala leche a partes iguales, y uno nunca sabe si está de broma o en serio. Cree ser un tipo duro, y muchas veces lo consigue. 
Al parecer el Karma no era siempre agradecido con él; por eso en Texas era muy difícil encontrar buenas olas. Y sin embargo, en el mundo irreal y el tiempo atemporal en el que Peter vive lo que sí que abunda son los cuatreros y los malhechores. 
Enfundado a veces con un poncho, otras con una camiseta trasnochada y bermudas o pantalones amplios o incluso faldas con mucho vuelo, portando espuelas a pesar de no tener caballo, siempre con su cinta en el pelo, con esa barba y melena largas pero extremadamente limpias y sus gafas de no demasiado sol, Peter Texas Skater Surfer  Punisher cabalga sobre sí mismo bajo un sol cegador y de justicia y reparte justicia ciega  y soleada, siempre con una extrema moralina que hasta a él mismo sorprende. 
Nunca defrauda y habitualmente lleva en sus virtuales alforjas un gran cargamento de buenas palabras y unos cuantos y ofensivos insultos para cualquiera que se cruce en su camino. Y cuando las cosas se ponen feas es un tipo al que uno podría confiar su vida y sus bienes materiales más queridos. 
Pero en general, la vida es dura para el bueno de Peter.


sábado, 5 de enero de 2013

La maldición de la peli francesa


Haré una descripción lo más objetiva posible de los sucesos paranormales que acaecieron en los alrededores con respecto al buen cine francés los últimos días del 2013 y el primero de 2013, uno de esos días cutres y extraños.

Domingo 30 de diciembre. Hora indeterminada de la tarde. Cines Verdi, Barcelona.
"De rouille et d'os"  (De óxido y hueso). 
Esperada película de un director -Jacques Audiard- con muy buenas credenciales. Sus dos anteriores obras, masterpieces, digamos. Marion Cotillard por fin en una película francesa otra vez. Le tenía mucha manía al Verdi porque van muy de guays, las salas hace años eran una chufa y es el cine más caro de Barcelona. Y además nunca tienen entradas numeradas, supongo que para que parezca que siempre hay colas para todo y la expectación sea mayor. Y porque cuando preguntas si pondrán Harry Potter te dicen que ellos no hacen cine comercial. Al parecer "Avatar" no es cine comercial, porque sí la programaron en su momento. Pero ahora les estoy dando otra oportunidad porque vuelven a estar cerca de casa, porque la proyección es digital y la programación es de calidad. En fin, a lo que iba. "De Óxido y Hueso". Romance dramático. Buena pinta. Diálogos buenos, calidad técnica impecable, actuaciones más que correctas. A mitad de la proyección, bueno, al cuarto de hora, la imagen se corta, el sonido sigue. Suerte que yo no entiendo demasiado francés -de mi amigo acompañante es su idioma nativo- pero la escena intimista se ha echado a perder. Vuelve la imagen después de unos gritos en la sala, en un punto avanzado del metraje. Se vuelve a unos minutos atrás. Se vuelve a chafar la escena. Avanza sin problemas la película. Se ve una teta en primer plano. Se vuelve a cortar. Vuelve a arrancar tras unos minutos. Vuelve a aparecer la teta. Sigue otro rato normal y otra vez lo mismo; vuelta a parar. Se encienden las luces. Al parecer nosequé generador ha generado que se genere un apagón generalizado. No hemos hecho la mili y hay demasiado general. Nos vamos. Ya si eso la otra mitad la veremos otro día, o por ahí, o nunca. Pero el mal ya está hecho.

Martes 1 de enero. Hora indeterminada de la tarde. Casa. Blu Ray Sony. Barcelona
"Besos robados". François Truffaut. Tengo esta película en un dvd. Igual no es el dvd original, pero siempre ha funcionado. La he visto varias veces y siempre va bien para la resaca una peli simpática y bien hecha, hecha con cariño. Todo listo, todos en su puestos. Menú, música, la cosa marcha. Play y ahí se queda. Probando en el ordenador, parece que la cosa va mejor. Play, empiezan los créditos y ahí se queda. Tras varios intentos fallidos probamos con "Domicilio Conyugal", también de Truffaut. También maja y apta para una resaca postnocheviejil. También la he visto varias veces. Ahora sí que va bien. Palomitas y panes de leche siendo ingeridos con tranquilidad. Por fin. Antoine Doinel subiendo y bajando escaleras corriendo. Cuando la película lleva una hora, inexplicablemente para y no hay forma de hacerla entrar en razón para que continúe. Tras unos cuantos intentos (desfibrilador, epinefrina, etc...) nos rendimos. Bautizamos la jornada como "El día más cutre del Año". Está claro que el destino no quiere que veamos buenas películas francesas, ya sea en una sala de cine, en casa en dvd, originales o no, al menos en los límites de un fin de año y un principio de otro. No hay manera. Estamos condenados a ver cosas prescindibles. 
Lo tendremos que volver a intentar. No hay que rendirse a la primera de cambio. Volveremos a pagar nueve eurazos si hace falta. 
Hoy que están a punto de venir los reyes magos vamos al cine a ver algo que la parecer tiene muchos premios de oro de diferentes festivales y que pinta bien para recibir globos y demás objetos también chapados en oro, con la entrada que amablemente nos dieron al habernos chafado el otro día, y miedo me da.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Low cost flights, high cost magdalenas

El peor café del universo al más alto precio de la historia. Vertido desde una máquina sin encanto sobre un vaso elaborado con una mezcla de materiales indeterminados, a medio camino entre el papel, el corcho y el poliuretano o el polipropileno. Recogido en una triste barra. Cuchara de plástico translúcido, azúcar envasada en bolsa de plástico transparente. Azúcar también de plástico, presumiblemente. Seguramente la leche, completamente fría, haya sido extraída de un pozo petrolífero de las profundidades abisales. O del infierno. Magdalenas a 3,50€ la unidad. Un triste croissant con mucha cara de pena por 2€, elaborado por maestros artesanos croissanteros dos o cinco días que nunca te comerías pero al que le harías una foto. "De café solo me queda este tamaño de vaso",  dice el dependiente. Casualmente el grande. Pero en realidad no es un camarero, no hace las funciones necesarias para recibir tal nombre de especialista profesional. Sólo le da a un botón para que salga el café, te cobra, te dice ¿algo más? y gracias. Y te indica que el surtido de elementos plasticosos está por ahí, que te sirvas tu mismo. Y el pobre espera que aún dejes propina después de no haberse movido del sitio y de haberte cobrado dos euros y medio por tal simulacro de sucedáneo de simil de café. Suerte que ya no me acuerdo de lo que sería en pesetas.

Los pasajeros del vuelo tal ya pueden realizar su eufemismo, su embarque, dice casi ininteligiblemente una forzada voz. Supongo que es un embarque porque los aviones flotan. Las velas no se ven, tampoco los remeros de las galeras. Imagino que será un barco a reacción, o propulsado por energía nuclear.
La gente todavía no entiende el concepto "cola", ni el concepto "no hace falta estar pegándose por entrar antes que los demás si todos tenemos los asientos numerados". La masa se idiotiza por momentos.

En el espacio que hay entre asientos las rodillas de un humano de más de 1,40 de altura no cabrían. Hay un duelo a muerte de incivismo entre la chica sentada delante y las dos adolescentes tardías de detrás. La primera, consciente del tamaño del hueco entre asientos decide reclinar el suyo y estirar una bufanda o similar que cuelga a centímetros de mi cara. Las de detrás están muy orgullosas de todos los chavales altos, bajos, gordos, delgados, cachas, fofos que pierden el culo por ellas. Sus conquistas y la calidad personal de las mismas imagino serán inversamente proporcionales al volumen de su voz. Me importan un bledo vuestros ligues de garrafón, pienso decirles, pero me he levantado a las cinco y media de la madrugada, ya me he tragado previamente tres horas de autobús y tengo demasiado sueño. Y además sus insoportables voces e insustanciales anécdotas acaba siendo sedantes. Sedante como un tren, un ventilador, una taladradora, ese tipo de sonido en principio agobiante, pero repetitivo, cadente y continuo, sonido sin valor argumental que cuando dejas de analizarlo encuentras una extraña paz. Para agradecer tal gesto solidario también pienso darme la vuelta para comentar a las chicas que me encanta el tono y el volumen de su voz y lo que cuentan tanto como una cisterna recargándose, como una aspiradora absorbiendo a toda potencia, como un ordenador con el ventilador estropeado, como un calefactor. Pero estoy dormido y teniendo sueños realistas y absurdos. A lo mejor sólo estoy pensando.

Y después de otro autobús, un metro, un tren y caminar un rato con la maleta a cuestas, una cloaca, perdón, una cocacola, llegar al lugar de trabajo, un cigarro y vuelta a la normalidad de los últimos tiempos.

Como me he olvidado de comer, en la minúscula pausa ya me tomaré otro café de plástico, si eso.




jueves, 6 de diciembre de 2012

Eufemismo alimenticio

Guillaume era un reputado cocinero italiano-francés afincado en Barcelona. Cierto día, hace cientos de años, el arroz se le pasó. Con su dominio para las lenguas y su sutileza para el engaño y la seducción hizo ver que había inventado un nuevo plato, y lo llamó "risotto". El asunto triunfó.

Vincenzo y Leonardo eran dos buenos amigos que querían montar un negocio de hostelería, un restaurante, cantina, taberna, o algo similar. Eran épocas, hace décadas o incluso múltiplos de lustros, en las que las cocinas no estaban en absoluto automatizadas y todo plato, pincho, tapa, vianda o bocadillo había de ser elaborarlo de manera manual y artesanal. Vincenzo era de Milán, su padre era pizzero y el padre de su padre era pizzero. E incluso el padre del padre de su padre. La presión genealógica era mucha. Pero cada vez que intentaba hacer una pizza le salía algo más parecido a una mierdita sonriente con ojos de esas de whatsapp. Leonardo era de Mexico D.F., y su sueño era ser el mejor quesadillero del mundo. Por desgracia, su destreza haciendo quesadillas, sincronizadas, fajitas y burritos era equiparable a la de su amigo Vincenzo. Tras mucho pensar, interminables discusiones, peleas y algún que otro llanto dieron con una solución intermedia a su frustración cocineril e inventaron un producto al que llamaron "piadina".

Algo parecido a Guillaume le sucedió a Alexander, físico, químico y biólogo alemán. Después de ser expulsado por su alta moral del grupo de sabios que intentaron diseñar un peligroso artefacto explosivo, dedico el resto de su vida a sus propios trabajos. En un fallido experimento para intentar hacer desaparece un kilo de arroz normal y corriente, creó un rayo de protones (o parecido, lo único que se sabe es que era algo que acababa en -ones) que hizo pasar del estado sólido al estado gaseoso ese kilo completo de arroz. El objetivo de Alexander era poder transportar arroz en una bombona. Alexander, emocionado, pensó que había vaporizado el arroz. Pero tras dos minutos el arroz volvió a reagrupar sus moléculas y apareció de nuevo, aunque algo alterado. A pesar de que su estado volvía a ser el sólido y no el gaseoso, se quedó con el nombre de "arroz vaporizado".

Más en nuestros días, Eugenio y Pili abrieron una panadería. Una bandeja entera de pan blanco listo para hornear se les cayó al suelo. Se llenó de polvo y pelusas. Una vez cocido y eliminado todo rastro de inmundicia por el efecto del extremo calor, el pan quedó de un tono marronáceo nada apetecible a priori. Pero en lugar de echarse atrás lo pusieron en el mostrador con el nombre de "biológico". Eran unos empresarios arriesgados, gente emprendedora. Inexplicablemente se vendió más que el normal, así que a partir de entonces decidieron siempre tirar el pan al suelo antes de cocerlo. Y mejoró la cosa. Se dieron cuenta de que al añadir la palabra "biológico" a cualquier producto, esta cosa podía ser vendida por el doble de su precio habitual. Casi tanto como anteriormente había pasado al añadir la palabra "premium" o "special" a una cerveza.

Pero el caso más llamativo fue el de Maripuri, años después. Maripuri, dueña del establecimiento Magdalenas Maripuri, heredado de su tía Evanescencia de nuestro Señor, vio como su negocio (anteriormente conocido como "Dulces Caseros de Evanescencia de Nuestro Señor) se iba a pique. Sus estupendas magdalenas, que años atrás habían saciado las domingueras hambres dulces de los desayunos de medio barrio de Gràcia, en Barcelona, se dejaron de vender. Intentó bajar su precio, en la época de las pesetas. Las puso a 100 pesetas diez magdalenas, incluso. Pero nada. Traumatizada por su mala experiencia empresarial, dejó el negocio. Alquiló el local a unos simpáticos palestinos que lo reconvirtieron en restaurante especializado.  Y se fue a dar la vuelta al mundo. Estuvo unos años fuera, y con lo que cobraba por el alquiler del local le sobraba para vivir y viajar. Justo antes de volver a Barcelona, el último sitio en el que estuvo fue Londres. Inexplicablemente, las magdalenas se vendían. Se quedó con el toque. Luego volvió a Barcelona. Su vocación de magdalenera no se había extinguido. Habló con los simpáticos palestinos, a los cuales el negocio les había ido de perlas los últimos años y llego a un trato con ellos para que fueran socios en un arriesgado negocio: vender magdalenas y pastelitos. Tras una serie de reformas, volvieron a abrir la tienda llamándola "Magdalenas y Pastelitos Maripuri - Especialidades Catalanas y Palestinas - Fleca- Forn de pà". Y el negocio siguió sin funcionar. Puso diez magdalenas a 1 euro + regalo de 1 baklawa. Y nada. Cambio el cartel por "Muffins i Cupcakes Artesans Marie". Como no tenía nada que perder puso un cartel en el que decía "1 muffin, 2 euros, 2 muffins especiales, 4 euros y medio, 3 muffins caseros, 10 euros". E inexplicablemente las ventas empezaron a aumentar hasta la estratosfera.

Si alguien encuentra una moraleja a todos estos sucesos paranormales relacionados con los eufemismos alimenticios y su relación con las técnicas de venta, que me la explique.



miércoles, 14 de noviembre de 2012

Dew & Índex

Tras muchos esfuerzos ajenos, por fin llegaron a la cocina. Estaban ahí, inmóviles. Por la estructura de la misma y la disposición de los espacios huecos -que antes lo eran y que ahora ocupaban ellos- era difícil verse, pero ambos notaban la presencia del otro. Uno de ellos llegó varios días más tarde que el primero. Nunca antes habían coincidido, pero intuían que pasarían mucho tiempo juntos. La cocina era muy pequeña, así que probablemente acabarían conociéndose bien. Estaban nuevos, radiantes, impolutos, y con muchas ganas de cumplir su cometido.

-¿Ey, cómo te llamas?- gritó el más atrevido, finalmente.
-¿Te...Te refieres a mi?- tímidamente al principio, el otro.
-Si, he supuesto que llevas aquí algún tiempo.
-En realidad no, llegué hace un par de días. Mi nombre es Indesit, Indesit Icw, pero mis amigos me llaman Index.
-Encantado, Index. Yo soy Daewoo Nofrost Multiflow, y me puedes llamar Dew.
Dew era blanco, con dos puertas y varios cajones. Era frío y grande. Por su parte, Index parecía algo más afable, cuadrado, pequeño, y siempre se tuvo a sí mismo por muy limpio.
-Parece ser que vamos a estar juntos mucho tiempo, será mejor que nos vayamos conociendo- recomendó Dew.
-¿De dónde eres?- preguntó Índex
- De un sitio llamado Miró. No se si lo conocerás, está en este mismo barrio. ¿Y tú, Índex?
-Vengo de un lugar algo más alejado, Media Markt lo llaman, Hospitalet.

Un año después, cuando ya eran prácticamente inseparables, escucharon conversaciones en la casa que les hicieron presagiar un futuro incierto. Se habían acostumbrado a la presencia de su padre adoptivo. Dew a su comida, a sus zumos de manzana, sus cervezas, a sus tupers de pasta blanca, a sus patatas congeladas. Sus antiguos compañeros de Miró le habían avisado de que en sus cajones habría en ocasiones peces muertos, pollos, carne picada, pero no había sido así. Índex a se había habituado a sus camisetas de rebajas, a sus calcetines y calzoncillos. Ambos se sentían respetados, queridos y cuidados. Temían ser separados, cambiar de residencia o peor aún; cambiar de propietarios y ser maltratados.
Pero no fue así. Simplemente fueron cambiados de ubicación, no muy lejos. Durante el viaje se pudieron ver en la furgoneta. Se les hizo extraño, aunque fue muy emocionante. Sólo compartieron unos minutos. Después, en la casa nueva, y más grande, uno ocuparía un lugar destacado en un hueco de la cocina, otro en otro sitio, llamado safareig, en una ubicación más amplia que la anterior. Ellos no lo sabían, pero se verían menos, porque estarían en habitaciones separadas. Comentaban cosas de vez en cuando, cuando la puerta del safareig estaba abierta. Se veían menos pero tenían mucho más trabajo. Más alimentos, de vez en cuando animales, algún que otro vino, y también, además de calzonzillos, y camisetas, también faldas, bragas, blusas, diferentes juegos de sábanas. Conocieron también a los hermanos Balay, uno era friegaplatos, el otro cocinero. Hicieron una buena panda, había noches en las que trabajaban todos a la vez y había buen ambiente. Podía decirse que tenían una vida plena.

Pero todo terminaría. Los que les proveían de esa comida, esa bebida, esa ropa y esas toallas -todo eso que habían tenido dentro y cuidado los dos últimos años-  no podían seguir en la casa y tampoco se los podían llevar consigo. Lo último que lavaría Índex para ellos serían unas toallas o unas sábanas, y dentro de Dew sólo habría unas vacunas, un triste bote de ketchup y una solitaria caja de merluza empanada. Empezaba para ellos una nueva e inesperada vida, separados. Y todavía no tenían ninguna pista de cómo ni dónde sería esa nueva vida.

Aunque su mejor amigo siempre les echaría de menos. Para él nunca fueron lo que ponía en sus especificaciones. 


sábado, 3 de noviembre de 2012

Obituario perruno

Los animales en general no son lo mío. 
   A los supuestamente comestibles nunca les he hincado el diente. Y con los presuntamente  domésticos se dan varias situaciones: sus pelos me hacen respirar mal, estornudar y picar la piel. Los gatos me provocan una alergia extrema y bastante nerviosismo, los conejos mediana alergia, la mayoría de perros me agobian con su hiperactividad, sus pises y cacas y su babosidad. Y los insectos caseros, animales de compañía forzosa en determinados y repulsivos momentos puntuales, una mezcla de pena, miedo y asco. 
   Pero a veces hay animales que se salen de la norma. Esos que tienen cara, esos que se nota que están pensando en algo cuando te miran. Que incluso te entienden aunque no les digas nada, que saben que estás triste o contento, y se acercan a ver qué tal estás con una extraña expresividad que no ves pero intuyes. Esos cuya compañía resulta agradable, a pesar de las alergias, del olor y del despliegue de babas y pelos que envuelven su caminar o saltar. Conozco a tres o cuatro. Pascual, Kiko, Kira... Pero ninguno tan de la familia como Lolo. Se hicieron con él a modo de sustitutivo de hermano pequeño para mi sobrino, que le puso este nombre en mi honor porque en principio un perro no se puede llamar Manuel, y además no es demasiado correcto ponerle el nombre de una persona conocida y real. 
   Hace mucho que no vivo en mi ciudad natal (y la de Lolo) pero siempre que le veía me saludaba como siempre, siempre que le decía sube, subía, siempre que le decía salta, saltaba. Y se acordaba perfectamente de mi, y yo también de él, y de cuando salía de fiesta y al volver me lo encontraba a él y a mi cuñado -experto amo- paseándolo a las seis o siete de la mañana, de cuando mi sobrino era un niño pequeño, de las veces que el perro se ponía un poco plasta. En estos años yo me hice adulto y mi sobrino fue creciendo; antes medía la mitad que yo, ahora me supera. 
   Igual el animal a veces era un poco molesto, a veces su aliento y el olor que dejaba en la casa eran demasiado fuertes (al parecer es algo común en un cocker spaniel, Lolo era de color negro, para más datos). Pero siempre majo, siempre fiel, en general era un perro buena persona. La última vez que le vi estaba muy mayor, algo lento y cansado, con muchas canas y un poquillo torpe, pero seguía siendo buena gente. Y en verano fui a ver a la familia y me explicaron que el bueno de Lolo ya no existía. Y me dio mucha pena, la verdad, me hubiera gustado verle otra vez. Y pensé que me gustaría dedicarle unas palabras.
  Y eso que los animales no son lo mío.



sábado, 20 de octubre de 2012

Crónica de un suspenso anunciado

    19 de septiembre de 2012. Ocho de la mañana. La semana no ha empezado precisamente bien. Por una serie de determinados asuntos que no vienen al caso, concentrados de manera casual y aproximadamente en el mismo espacio-tiempo, los últimos cuatro días han sido especialmente malos entre pitos y flautas (no sabría especificar exactamente el porcentaje de pitos y de flautas).
      Y llueve a ríos, porque no hay olas. El caudal es amplio, apenas asimilado por las alcantarillas. Ahí abajo, las ratas están llenando botellas y palanganas para regar con agua limpia de lluvia sus plantitas infectas y hacer sus asquerosos y pútridos calditos de arañas, grillos y guano. Y darse un baño.
         Ocho valientes se enfrentan bajo estas circunstancias adversas a lo que para algunos es su primer examen de conducción, otros prefieren no decir el número de intentos. Para mi es el tercero, y a la tercera va la vencida. Aparte de otras circunstancias, he dormido poco y para poder hacer el examen estoy perdiendo seis horas de un curso muy interesante de animación en 3d que estoy realizando a varios kilómetros de allí y cuya asistencia es obligatoria. Y mis zapatos de la suerte están chorreando, y el lamentable paraguas está inexplicablemente oxidado. Reparto de horarios y yo soy el último en hacerlo. Los demás tienen menos experiencia y es probable que suspendan enseguida. Perfecto, sólo tendré que esperar tres horas más bajo la lluvia. Los nervios habrá que guardarlos hasta entonces.
         Uno tras otro los alumnos y alumnas van terminando y suspendiendo. Se saltan stops, van en contradirección, sobrepasan alegremente semáforos en rojo o no activan el limpiaparabrisas. Simple y llanamente, todos están teniendo un día de mierda. Esta entente cordial entre examinadora y climatología, unidos lamentablemente en temible mezcolanza, van a estropear el ya de por sí maltrecho porcentaje de aprobados de la autoescuela. 
         Mi compañero de examen recibe una llamada de la profesora, otro de la secretaria de la autoescuela, gestionando negligentemente el papeleo a muchas paradas de metro de distancia. Que al parecer hay un problema con la documentación y que se han liado, dice. Confiamos en que no sea nada malo, pero el otro hombre, argentino o chileno -no he distinguido el acento-, está preocupado. Al parecer ha habido algún problema con un N.I.E. "Puede que haya hecho mal los papeles, pero mi pasaporte y mi permiso y tal están en regla, no sé que puede haber pasado", dice el hombre, "esto se está haciendo muy largo, y mi mujer ha pedido un permiso en el trabajo para encargarse de los niños", añade y llama repetidas veces sin éxito a la autoescuela. Yo le digo que no pasa nada, que siempre tienen contratiempos y que a mi me han hecho la puñeta ya un montón de veces. Y esperamos, bajo la lluvia, otra media hora.
       Por fin llega el coche. El hombre va a preguntar, y la profesora se asoma y dice. "No, tú no, tú, Manuel". Y me explica que se han liado, que han mezclado mi D.N.I. con el N.I.E. de mi compañero,  que los datos están cruzados y que mi nombre no aparece en la tarjeta del examen. Y que no lo puedo hacer. En fin, que me está diciendo "somos unos inútiles y te hemos hecho perder toda la mañana para nada". Así que nada, me voy a casa después de lo que parece un gag sin gracia.
      Pero bueno, al menos hay una cosa positiva: esta vez no he suspendido yo el examen. Se ha suspendido a si mismo.



martes, 4 de septiembre de 2012

La vuelta aburriclista




El Tour de Francia, el Giro de Italia, la Vuelta Ciclista a España. En qué mente infantil o abuelil la retransmisión completa de estos eventos puede ser algo interesante para ver por televisión. Varios días veraniegos donde unos tipos al borde del infarto pedalean sin descanso y que de vez en cuando echan una meadita a la cuneta sin apearse de su medio de transporte o se tiran un gatorade por encima de la cabeza. Unos señores que se pasan varias horas dando todo lo que pueden de sí mismos -hay que reconocerles el mérito, eso no lo pongo en duda- subiendo por una montaña de desorbitante desnivel y que al final hacen un sprint endiablado en el cual unos cuantos acaban por los suelos. Unos tíos que casi no pueden andar cuando terminan la carrera, que son capaces de vestir con dignidad una cosa tan embutida en la que además tienen que soportar ridículos nombres de equipo como por ejemplo "rabo bank". Pues en mi mente de cuando era pequeño, aunque no tanto, parece ser que era algo entretenido. Tanto que incluso dediqué un dibujo en una de mis libretitas infantiles a la gesta de Miguel Induráin: ganar cinco veces consecutivas el tal Tour. Me acuerdo y pienso de mí mismo como si fuese otra persona. Fíjate que chaval más pringadete e ingenuo, que ya es todo un adolescente y en lugar de estar por ahí haciendo maldades está mirando la etapa del día y pintando dibujitos de deportistas en una libreta. Casi hasta me cae bien, ese chaval.

Induráin 5º Tour consecutivo (dibujito del 25 de julio de 1995)

Ahora ya sólo pensar en la vuelta ciclista o cualquier evento similar me produce bostezos descontrolados. Una etapa finalizó al lado de casa hace unos días y no me importó lo más mínimo, cuando hace veinte años hubiese bajado a verlo y hubiese saludado a los helicópteros en los que ahora ni repararía. Y eso que ahora -desde hace poquísimo- ya sé conducir una bicicleta. Cuanta insensibilidad. Bueno, eso y que con tantos asuntos de dopaje, el enturbecimiento generalizado del deporte de élite y el de éste en particular en los últimos tiempos... Y que ahora tenga más cosas que hacer que mirar una etapa completa en la primera o segunda cadena de televisión (y únicas hace veinte años), pues eso, que no apetece verlo. Y a quien le apetezca tragarse cuatro o cinco horas de unos tipos pedaleando, o yendo en un coche de formula uno o en una moto de moto gp, les felicito por su paciencia. Yo a lo sumo sólo aguanto unos cuantos partidos de fútbol, un poco de atletismo cada cuatro años y algún partido de basquet. Aunque a veces me gustaría que hubiese más adolescentes así de ingenuos e infantiles, en general que hubiese buenos chavales, capaces de pintar a Indurain, Virenque y Jalabert recogiendo en los Campos Elíseos de París sus trofeos a la montaña, a la regularidad o lo que sea. Y luego comerse un "mi merienda", ir al parque sin fumar ni beber ni escuchar música espantosa y dormirse prontito.



viernes, 24 de agosto de 2012

Maquetas a escala 1:1

Supongo que mucha gente aprovechará el verano para viajar. Con la que está cayendo -expresión que cansa muchísimo después de que todas las personas, animales y cosas no paren de repetirla en televisiones, publicidad, bares, transportes públicos, cines, estancos y quioscos- algunos afortunados lo podrán llamar vacaciones. Los más afortunados "vacaciones pagadas". E incluso algunos pueden llamarlo "regalo". Como ya he expresado en otra entrada, yo este año lo llamo simple y llanamente "viaje".  
Es muy probable que de toda esa gente que hace viajes o vacaciones, algunos se suban a bordo de una descomunal mochila de treinta kilos a la cual le acompaña un avión o tren que tras dos días de trayecto pueda dejar a uno en su ansiado destino polvoriento y lleno de mosquitos. Otros seres irán a hoteles de playas terroríficas que surgieron de la mente de unos cuantos constructores megalómanos y sin duda desequilibrados. Otros harán turismo cultural, o sexual, o familiar, o residencial. La mayoría hará una mezcla de varias opciones y otros simplemente irán a saludar a la familia. Mi situación actual y espero que coyuntural me ha hecho decantarme por la última. Y como ilógicamente he tenido más tiempo que otras veces (porque he estado menos días) las cosas me han cuadrado bastante bien.
He podido visitar lugares que no veía desde que medía menos de un metro cincuenta, hace más de veinte años, o que al menos no recordaba. Eran los sitios en los que pasaba el verano bastante despreocupado, como todos los niños, que aunque algunos lo disimulen bien en general no se enteran de nada, o al menos no perciben -o percibíamos- la realidad tal como lo hacemos ahora - o hacíamos antes-. Eran un par de sitios de extrema simplicidad y neblinoso recuerdo. Una piscina y un pueblo. Y por supuesto todo era distinto, y uno se siente muy viejo al escucharse a sí mismo decir "esto ya no es lo que era" o "cuando yo era pequeño aquello no estaba así". La verdad es que casi todo era muy parecido, pero desde medio metro más abajo parecía colosal. Aquella cuesta larguísima y extremadamente empinada cubierta de césped por la cual descendías haciendo la croqueta o corriendo a toda pastilla con tus amiguitos diminutos y a causa de lo cual una vez te partiste la mano resultaba ser un leve desnivel. Aquella barandilla altísima desde la que se tropezó aquel niño, cayó de espaldas y pensaste que se había partido la columna vertebral y estaba desde hace tiempo postrado en una silla de ruedas resultó ser de menos de un metro de alta. Y al niño nunca le pasó nada, y ha estado toda la vida perfectamente. Esa plaza de pueblo de dimensiones considerables, con una fuente en el centro, alrededor de la cual manejabas tu simple pero eficiente -y respetuoso con el medio ambiente- coche teledirigido, resultó ser del tamaño de una tienda de ultramarinos. Y la propia tienda de ultramarinos acabó siendo tan pequeña que incluso desapareció. 
Quedan pocas cosas exactamente iguales que como estaban hace veinte años. Y las que permanecen han empequeñecido misteriosamente, pero si sacas un metro compruebas que su tamaño es exactamente el mismo. Eso es porque están hechas a escala. Y son muy verídicas, aunque no acaban del todo de convencerte, hay algo que no cuadra, no sé, son más blandas, o más duras, o más claras o más oscuras. Creo que incluso pesan menos, y están hechas de cartón-piedra o de cartón-pluma o passe-par-tout o de corcho-pan. 
Son maquetas de tamaño real.



sábado, 18 de agosto de 2012

Un septiembre como los de antes

   Hace algunas entradas me quejaba de que es una pena que no estemos teniendo un verano como los de antes (a excepción del calor, la humedad y el sofoco generalizado). Sin noticias sobre dramas sociales, económicos o políticos; sólo calor, vídeos de gente comiendo helados en los telediarios y fotos de fiestas de los pueblos en los periódicos. Si acaso, lo que se repite siempre son los incendios, aunque esto no nos da en absoluto alegría alguna.
   Pero de lo que al menos yo sí que voy a poder disfrutar merecidamente es de un septiembre de los de antaño. Empieza el curso y me siento rejuvenecer. Tengo intención de hacer un posgrado, que espero no sea malgastar el dinero que cuesta. También me matricularé en la escuela oficial de idiomas. Haré la preinscripción  para inglés, por lo cual es muy probable que acabe haciendo chino -y prepararme con antelación para cuando los mayores pobladores del planeta sean también, lógicamente, sus dueños y señores- o alemán -para cuando llegue el momento del éxodo masivo de españoles a Germanolandia, un país con el 7 % de paro-. 
    Dejando de lado cosas negativas y demás dramas sociales, tengo la suerte de haber suspendido a finales de julio el examen de conducir automóviles, por lo cual todavía no he sido ascendido al cargo de ciudadano de primera categoría. Euros irrecuperables aparte, esto es lo que me hace mayor ilusión. Las pocas canas que tengo se han vuelto automáticamente pelo negro por la impresión causada a mi organismo al conocer éste la noticia del suspenso. El 0,75 de miopía ha desaparecido, por lo cual podré prescindir de gafas cuando vaya al cine salvo para parecer más intelectual de lo que soy. Y esos pelos tan antiestéticos que lenta pero constantemente me están surgiendo a traición de los hombros cual criatura mitológica como el hombre lobo y Roberto Dueñas han caído sin dejar rastro. Un poco más y me saldrá algo de acné. Porque he vuelto a ser un veinteañero. Podré volver a saborear, en su multitud de matices y texturas, uno de los mayores manjares de la adolescencia, del instituto y la universidad, y que ya echaba de menos después de tantos años de ausencia: los exámenes de septiembre.



domingo, 12 de agosto de 2012

Criaturas de la noche

Llevo mucho tiempo viajando. Durante el día duermo, durante la noche cazo o vuelo largas distancias, bien huyendo de algunos lugares peligrosos para los de mi especie, bien buscando objetivos para saciar mi sed. A veces, si no encuentro nada más apropiado, me basta con la sangre de vacas, de conejos, de perros. incluso si no soy muy escrupuloso, cuando el alimento escasea, me tengo que conformar con ratas o ratones. Si no encuentro otra manera de sobrevivir siempre puedo arriesgarme con insectos. Aunque sean los seres más pequeños inexplicablemente me resultan más peligrosos. Siempre en busca de alimento. 
Es una vida solitaria y triste la mayor parte del tiempo. Pero todo cambia cuando llega el calor. Cuando empieza el verano es mi época más voraz. Viajo hasta lugares cálidos, zonas cerca del agua, húmedas, repletas de humanos. Sin duda alguna la sangre de los humanos es el manjar más preciado. En ocasiones arriesgo, arriesgamos demasiado yo y los de mi especie con tal de conseguir una o varias presas humanas. Y en verano es más fácil. Duermen más horas al y pasan más tiempo en lugares apartados. Pernoctan en sitios insólitos. Algunos huyen de las ciudades y buscan lugares naturales, campos, bosques, los pueblos de sus antepasados...  Lugares donde sin duda la mía es la especie dominante. También tienen más vida nocturna. Su piel es más blanda, son más fáciles de abordar; es una época en la que están más despreocupados, menos atentos a lo que les pueda pasar. Y cuando menos se lo esperan ahí aparezco. Sin que apenas puedan evitarlo les clavo mis dientes. Una, dos, tres veces. En ocasiones, varios de ellos sucumben la misma noche. No tengo por qué sentirme culpable; es mi naturaleza, y es mi supervivencia lo que está en juego. A veces me doy tales atracones de sangre que me es difícil huir y estoy a punto de ser cazado. A veces la sed es tan grande, y tan cegadora, que muchos de los de mi especie son aplastados, torturados, machacados. Diezmados. 
Los humanos han elaborado muchas leyendas sobre nosotros a lo largo de los tiempos. Algunas son ciertas, otras no. Dicen que atacamos por la noche, dicen que surgimos del campo, del bosque, de los lagos y las aguas estancadas, explican a sus hijos que el calor nos da fuerzas y que somos difíciles de capturar y matar. Que siempre atacamos cobardemente y a traición, amparados en la oscuridad. Utilizan fórmulas y pócimas diferentes para intentar repelernos, y muy pocas funcionan. Sólo con paciencia y suerte nos consiguen matar; somos difíciles de ver a la luz de la luna. 
Pero aunque los humanos en principio sean más inteligentes, más grandes y más fuertes, nos temen. Nos temen tanto que a nuestro nombre le han añadido el apellido de uno de los seres más violentos y peligrosos que conocen: El tigre. Así nos llaman: el Mosquito Tigre.



martes, 7 de agosto de 2012

The Salamanking Limited

Lamentablemente, las vacaciones de un parado no pueden desarrollarse en lugares tan exóticos como en una película de Wes Anderson. De hecho, el oficio de un parado se caracteriza principalmente porque no tiene vacaciones (se llamarían "trabajo"). A lo sumo, viaja.
Y de vez en cuando hay que ir a las raíces de uno mismo, a ver a la familia, a constatar que mientras unos edificios, bares y negocios desaparecen hacia el inhóspito espacio profundo otros surgen del ignoto fango primigenio.

Se levanta uno por la mañana, hace la maleta, se come los restos que encuentra, se pimpla un culillo de vino blanco sobrante y se va a la estación a la una y media de la tarde.
Actualmente, la única forma relativamente económica por la cual se puede ir a Salamanca desde Barcelona sin tener que comprar dos o tres billetes distintos y hacer tres o cuatro transbordos diferentes es mediante la cuestionada Renfe, en un demencial viaje que cuesta sesenta y cinco euros y tarda nueve horas en llegar a su destino.

Tren de Barcelona a Salamanca
Un incomprensible trayecto, en un horario que convierte el día en completamente prescindible, con giros argumentales ininteligibles e inexplicables cambios de tren en relevantes en mayor o menor medida ciudades. Ida y vuelta, cien euros y veinte horas.
Me ha tocado uno de esos asientos que están alrededor de una especie de mesa desplegable. Cualquiera que mida más de un metro tiene que verse obligado a hacer piececitos con el pasajero de enfrente o en su defecto sentarse como un robot en stand by. Opto por la postura robótica. La luz es cegadora, el aire acondicionado es un desaire y está muy mal acondicionado. 
La intimidad es nula y no me quiero quedar dormido en esta extraña postura sentada; temo que si me relajo demasiado se me caiga la baba o peor aún: que se me quede cara de muerto con la boca abierta, como le acaba de pasar a una señora unos asientos más allá. Unos enormes ojos azules detrás de unas gafas llevan observando todos mis movimientos, por sutiles que sean, desde que he entrado en el vagón. Me sentiría halagado si los ojos no perteneciesen a un señor de unos setenta años, obeso, calvo, aburrido y cotilla. A mis espaldas, y por tanto, para mi fortuna imposible a la vista -pero repelente al oído- salvo por una fugaz mirada de reproche por el rabillo del ojo, una desconsiderada se está cortando las uñas con estrepitosos sonidos y supongo que hay salpicaduras uñiles desperdigándose sin ton ni son. 
La chica que tengo a mi lado parece simpática y sospecho que incluso atractiva, aunque no lo sé a ciencia cierta porque es imposible mirarla sin parecer un descarado. Me lo hace suponer que su tono de llamada es la melodía de cabecera de Muchachada Nui. Sin embargo, se ha comido un bocadillo de tortilla con bonito o algún otro pez fallecido (todo esto lo sé por el olor, que a mi entender es repulsivo). De postre se ha engullido una manzana y un melocotón, al cual soy mortalmente alérgico.
El tren se detiene porque debido a la trayectoria zigzagueante de la línea Barcelona - Valladolid - Salamanca  hay que enganchar otro vagón y cambiar el sentido de la marcha, deshaciendo unos cuantos kilómetros y volviendo a pasar por los mismos sitios pero al revés. Durante un rato se desconecta la electricidad y el silencio es sepulcral. El aire acondicionado deja de emitir congelación innecesaria pero también sonido relajante. Los adormilados se despiertan y los atontados se enlistecen. Un niño pregunta si nos hemos estrellado. Otro le responde que no, porque estaríamos muertos. Los adultos ríen. Los vejetes gritan. Otros niños corren y dicen tacos.
Hay que estirar las piernas para no padecer las consecuencias del síndrome de la clase turista; ese por el cual si no te levantas en seis horas se te forma un coágulo de sangre en nosedonde exactamente, de resultas del cual experimentas una muerte convulsiva, espantosa, terriblemente dolorosa y tremendamente traumatizante para todo aquel que tenga la desgracia de presenciarla y más aún la de aquel que tenga la mala suerte de experimentarla. Pero la existencia de una cafetería es cosa añeja. Hoguera cuyos rescoldos son representados por una triste máquina de cocacolas a precios estratosféricos. Nostalgia del buen Talgo, en ese trayecto igualmente infernal que duraba unas doce o catorce horas pero en el cual podías conocer a la gente que se sentase en el mismo camarote o compartimento que tú, y luego relajarte y oir las penas de esa tu nueva mejor amistad, estirar los sillones, cerrar las cortinas, dormir prácticamente juntos y seguir contándose la vida hasta bajar del tren y nunca más se supo.
Ya no hay un tren nocturno. La tarde va pasando entre agónicas siestas, bandas sonoras en los auriculares, Pantera, Megadeth, Iron Maiden. Charles Bukowski y Eduardo Mendoza, que inspiran este texto. Oyendo quejas y gritos de niños y abuelos, abrigado y estornudando en verano. 
Pero bueno, al final la cosa no es tan grave y a las once de la noche ya estás en casa de tus padres.
Y mañana será otro día.


jueves, 26 de julio de 2012

Rebajas


Es imprescindible que para esta entrada tenga que hacer un poco de publicidad.
Dicho esto, las rebajas. Según los medios de comunicación, específicamente las televisiones, y más concretamente los vídeos de relleno de los informativos, las rebajas son una época en la que un montón de señoras de mediana edad entran corriendo en el corte inglés en cuanto abre sus puertas después de una hora de hacer cola y rebuscan entre prendas apiñadas en cestas o colgadas de cualquier manera cualquier cosa con tal de que sea barata. En la vida real es otra cosa. Se trata de la única época en la cual la gente normal puede permitirse renovar su armario. No sólo las señoras que salen en los telediario y que dicen que sólo queda la talla 38. Pues bueno, redacción de los telediarios, resulta que los hombres de 33 años también tienen que ir a las rebajas. Y también se quejan de las tallas. Porque no tiene ningún sentido que sólo queden un montón de S, XS, M y dos cosas de la L y como mucho hasta la 44 de pie, cuando la mayoría de varones adultos españoles no tienen estas tallas. Lo que es chulo se ha agotado en cinco minutos, lo que queda es demasiado hortera y lo que le sirve a uno es un horror. En mi caso, que mido en torno a 187 centímetros, peso en torno a los 90 kilos y calzo en torno a un 46 de pie siempre me tengo que quedar con lo que haya. Y todo eso sin ser especialmente alto ni especialmente monstruoso. Me gustaría saber dónde carajos puede comprar, sin arruinarse, la ropa un tipo de 215 centímetros de longitud, 125 kilos de peso y 52 unidades de medida sin nombre concreto de pie. Ya basta de tallas irreales, maldita sea.
Así que sigo haciendo publicidad. Normalmente, cuando mis camisetas huelen a rancio y los agujeros de los pantalones, de no ser por los calzoncillos, dejarían al aire mis vergüenzas, cada año o cada dos, renuevo mi vestuario yendo al mismo sitio de siempre y comprando lo mismo de siempre que sé que me sirve y que es lo que hay.  Voy al c&a, que considero un sitio que no es la bomba pero es más o menos bueno, bonito y barato, y que hay de todo, me compro las cinco camisetas de la misma talla de colores planos más baratas que encuentro,  uno o dos packs de calzoncillos, unos cuantos calcetines y a lo sumo un pantalón y una camisa de botones un poco del estilo "por si tengo que hacer una entrevista". La de "por si tengo que ir a una boda" la tengo por ahí desde hace años. Me lo llevo casi todo sin probármelo, porque es lo mismo de siempre. Y bueno, salgo de esta tienda más o menos satisfecho, habiéndome gastado tan poco dinero a cambio de tanta tela.
Pero oh sorpresa. Oh, dioses de la moda de consumo y de la globalización económica. Ahora sí que tengo que hacer publicidad. Ayer fui al centro comercial gran via 2, en la Gran Vía de L´Hospitalet del Llobregat, Barcelona. Mi plan maestro era ir al Decathlón y sustituir la camiseta azul podrida de dos euros de hace un par de años por la misma camiseta azul sin pudrir de dos euros. Si acaso ir a otra tienda y hacerme con algún pantalón corto que incluyese en su precio el cinturón para no tener que pagar por uno. Y me encanta el Decathlón, todo sea dicho (lo escribo con acento porque es como lo pronuncio). Es el único sitio con calzado asequible de muchas tallas, cómodo, relativamente bello y de gran calidad. Tenía que hacer tiempo, así que antes de ir al citado almacén de ropa deportiva me introduje en un local que no conocía y que se llama New Yorker. Y por poco se me saltan las lágrimas. Rebajas por todas partes, no sólo restos cutrongos. No había casi pantalones, pero sí camisas y camisetas de botones, sin botones, con bolsillos, sin bolsillos, con cuello normal, con cuello de pico, de todos los colores y estilos, lisas, estampadas, con dibujos, sin dibujos, muy gay, muy hetero, normal de gay, normal de hetero, con tallas desde las que usarían los más enfermizamente escuálidos hasta los más monstruosamente gigantes, desde la XS hasta la XXXL, incluidas sus variantes "slim fit". Incluso había ropa horriblemente hortera, para quien la quisiera. Con precios entre los cinco y los diez euros. Y me las probaba. Y me quedaban bien. Y si no me quedaban bien había la otra talla, y el otro color. Qué emoción, de verdad.
Ahora sólo espero que nadie me diga aquello de "oye, pues en esa cadena, cosiendo la ropa, tienen trabajando a niños de siete años de tal país encerrados en una sala trabajando quince horas al día por un dólar" para poder poner esta tienda, New Yorker, en mi vitrina, en mi "hall of fame", en mi paseo de la fama de Hollywood de lo más o menos bueno, lo más o menos bonito y lo más o menos barato. Ya os tengo en mi corazón, en la parte "de vez en cuando los humanos necesitan ropa". Como a vuestro primo, el líder del capitalismo comunista (no consumista), el Ikea.



miércoles, 18 de julio de 2012

Que vuelva el verano

Es 18 de julio. En Barcelona hace calor. Los polos de la sirena y del consum, buenos, bonitos y baratos se agolpan en el congelador. Las plantas del balcón se están poniendo secas. Ayer fui a la playa y me quemé. Los bañadores y las toallas cuelgan y se secan en el safareig. Ahora mismo, hay gente que está por la calle tomándose cafés con hielos, tintos de verano y sangrías.
Pero no es bien bien verano. 
En mi recuerdo era una época en la que si te acercabas a la portada de un periódico, ésta estaba dedicada a las altas temperaturas. Salían fotos de termómetros. Lo más importante en los telediarios eran los partidos de pretemporada de fútbol, olimpiadas, eurocopas, San
Fermín. Que en nosequé pueblo nosequién se llamaba de una forma divertida, y que había un señor que se parecía mucho a un personaje histórico. Y las imágenes eran de las calles de las grandes ciudades abarrotadas de gente comiendo helados, de niños saltando en las fuentes, de señoras abanicándose, de playas nudistas. Las verbenas de los pueblos ocupaban decenas de páginas en los periódicos locales. Las recomendaciones para hacer viajes y para evitar las picaduras del mosquito tigre ocupaban los reportajes televisivos más relevantes e intensivos, con un despliegue de medios y unos enviados especiales a tal pedanía de Huesca o a cual camping de Tarragona. Conexiones en directo para informar del partido amistoso entre dos equipos de segunda división. La ex-mujer de un pseudofamoso se había vuelto a operar pechos y pómulos, y de paso de hemorroides. Si acaso, alguna mala noticia aparecía cuando se provocaba un incendio de dimensiones preocupantes o un terrible y mortífero accidente cortaba la nacional 620 a su paso por donde fuese.
Pero ahora no. Si tienes la desgracia de ver, mirar y asimilar las portadas de los periódicos o las noticias en la tele sólo aparecen crónicas espantosas sobre política, economía, guerras, sociedad, nobleza, naturaleza. Una tras otra. Todas negativas. Lo miras un rato, piensas cinco segundos y estás el resto del día preocupado. Hay densidad informativa, sin tregua ni los fines de semana, ni los días en los que hace cuarenta grados a la sombra. Los periodistas y redactores que cubren las vacaciones de los demás ya no tienen que estrujarse los cerebros pensando con qué material del tres al cuarto rellenar el verano, qué imágenes de archivo de helados, turistas, abanicos, fuentes y refrescos desempolvar, a qué pueblo perdido dedicarle un especial, qué hacer para volver a informar sobre el mosquito tigre o las playas de levante sin que parezca repetitivo. 
Yo quiero un verano como los de antes. No quiero que existan noticias relevantes.
Quiero que vuelva el verano.