lunes, 21 de mayo de 2012

Mi reino por un caballo

Al parecer, Ricardo III, si nos fiamos de Shakespeare, estaba muy desesperado cuando prometía su reino a quien le proporcionase un caballo. Yo como no soy de la nobleza, ni poseo reinos, ni un número después de mi nombre, ni nada que se le parezca, y lo único que busco es un trabajo decente, no tengo más que mi experiencia, mi motivación y mi vello facial. Lo más que puedo hacer, pues, para asistir a una entrevista en una dudosa empresa para un misterioso puesto en un inexistente departamento, es -aparte de ponerme ropa limpia y dibujar una sonrisa de terminator- afeitarme completamente, como en los viejos tiempos. Esos en lo que tus padres te decían que a las entrevistas hay que ir arregladitos e incluso con corbata, y tu les decías que qué bobada, que es mejor ir como uno es, que sí, un poco decente pero más o menos como uno se siente bien. 
Al grito de "mi pelo por un trabajo", y blandiendo una carpeta en la que enfundado se hallaba mi currículum actualizado, he tomado el tren en la estación de Magoria, nombre que parece propio de la Tierra Media, y he puesto valiente rumbo hacia un destino incierto y cruel en un polígono industrial dejado de la mano de los dioses. Los caballeros y damas que allí se daban cita, desconozco si eran valerosos, pero tampoco parecían pertenecer a la alta alcurnia, y sus decrépitas armaduras y pobres y desgarbados atuendos, aparte de su alicaído ánimo y mirada huidiza, me hacían confirmar mis peores presagios. Presagios ratificados después al aparecer un joven repeinado, ataviado con falsas sedas a juego con su sonrisa forzada y su apretón de manos de niña de cuatro años, que llamó a un niño de veinte años, sin experiencia, ni estudios, ni motivación, y a mi. Desenvainó rápido su bolígrafo. Nos explicó -después de felicitarnos por haber sido reclamados para tal acontecimiento- un cuento legendario en un despacho, dibujando sobre nuestros propios curriculums la historia del éxito de su misteriosa empresa y su persona, las grandes compañías que tenían como clientes, los osbtáculos que con magia y sabiduría deberíamos sortear si deseábamos ser tan felices como él. El rostro del niño que me acompañaba era de sorpresa; el mío de hastío. Ya había conocido a hechiceros y nigromantes similares con anterioridad. Pero ni tan solo era magia real, ni siquiera fingida. Si acaso llegaba a ser el despreciable arte ancestral del trilero. Así que educadamente expliqué que mi intención era encontrar un trabajo real, no el de un mundo de fantasía y colorines, princesas en apuros y dragones espantosos. Dijo que igual me reclutarían como Soldado Administrativo, pero que no confiase en ello. Al parecer, hordas de miles de seres desesperados pugnaban por tal puesto codiciado a las puertas del castillo.
¡Mi pelo por un trabajo!




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